En cualquier aproximación a lo inmanente la relación con el misterio sucede en una región íntima e insondable. Como contrapunto, las organizaciones comerciales que viven del alma utilizan tradicionalmente el desasosiego del ser humano ante lo desconocido para mantener un siniestro negocio a lo largo de los siglos. Basándose en la promesa de un improbable paraíso -postergado siempre para más tarde, de forma que no se puedan hacer reclamaciones-, el clero ha convertido la sospecha de lo inefable y la angustia inherente a la existencia en un producto de mercado y en carne de trueque. Alguna rama de la franquicia -como la secta que fundara el Marqués de Peralta- se ha especializado y colocado a sus ejecutivos en los puestos claves del sistema, bajo la falacia de que con ello se cumplen las órdenes directas del jefe, por lo cual no cabe discutirlas. De ahí proceden las fantasías fulleras que explican el mundo como una contienda entre Dios y el Maligno, y que -comprobada su eficacia- siguen manejando desde la impunidad de un entramado en el que están implicados diversos intereses financieros. Pero ni siquiera ellos se creen el poder del ángel Marcelo, las argucias del mismísimo Satanás para destruir España, o que las batallas se ganen rezando a la Virgen de los Dolores. En una ocasión, desde otra posición moral, en respuesta a la pregunta de un colega sobre el concepto de 'verdad científica', Albert Einstein mostró su escepticismo hacia las interpretaciones religiosas al explicar que "la investigación podía reducir la superstición al fomentar que la gente piense y considere las cosas en términos de causas y efectos", admitiendo que "detrás de todo trabajo científico de elevado nivel subyace la convicción de la racionalidad o inteligibilidad del mundo". Por eso era capaz de reconocerse en una creencia cercana al panteísmo de Spinoza, mientras afirmaba que "las tradiciones confesionales únicamente le interesaban desde un punto histórico y psicológico". Ahí se acaba la presencia de cualquier supuesta jerarquía ajena a la ciencia, que se oponga a la consideración de la realidad como un todo sometido a evolución. La cuestión relevante y debatible no debía ser otra de si el esfuerzo por comprender esa realidad -que cambia y se nos escapa- a través de la investigación y el pensamiento lógico debe ser un objetivo independiente y justificado por sí mismo, o estar subordinado a algún otro de carácter más práctico. Con una mirada similar, Richard Feynman, cuyo rigor científico caía en ocasiones en una deliberada irreverencia hacia el conocimiento humanístico, era capaz, sin embargo, de abordar la contraposición entre ciencia y religión con honestidad y, desde luego, sin deudas confesionales. Para Feynman, la ciencia no puede refutar la existencia de Dios, pero tampoco demostrarla, lo cual convierte a esa entidad -y consecuentemente a su contrapartida en las tinieblas- en algo absolutamente prescindible. Incluso aceptando que, al apreciar la magnitud del misterio de la materia y de la vida, el científico se sienta sobrecogido y perdido en los límites de la incertidumbre.