Han pasado seis meses, por lo menos, desde que el Sars-Cov-2 llegó para quedarse, seis meses de intensa actividad intelectual y científica, seis meses que dejan una huella de dolor y desolación, de miseria y desesperación. Y también de esperanza, la esperanza de que nos demos cuenta de la necesidad de una autoridad mundial para afrontar este y muchos otros problemas, como el calentamiento, el terrorismo o la emigración.

La advertencia para mí más importante que nos hizo esta pandemia es que no estábamos, ni estamos, preparados. En nuestro país, un Ministerio de Sanidad sin apenas competencias tuvo que lidiar con el problema. Los titubeos y equivocaciones en una situación así son inevitables. Si fuera más fuerte, tuviera más experiencia y estuviera respaldado por una autoridad europea potente, tendría más seguridad, podría reconocer sus errores y los ciudadanos confiarían más en él. Pero el CDC europeo no estuvo a la altura de las circunstancias. Tampoco la OMS que aún se tambalea. Y quien más fracaso fue la referencia mundial para estos problemas: el CDC de Atlanta. Fueron muchos sus errores que pronto lo desprestigiaron. Dejó de ser el faro en la incertidumbre de los primeros días que tanto se necesitaba. Necesitamos una autoridad mundial con profesionales de máximo nivel en todos los órdenes afectados por una epidemia. Las epidemias traspasan las fronteras. Hay un desorden mundial en las estadísticas de casos, de mortalidad, de curación. Se demuestra la necesidad de un sistema fiable recogida y comunicación de los datos y un centro de notificación capaz de analizar y difundir la información y de realizar recomendaciones. Sin todo eso daremos palos de ciego.

Hemos aprendido muchas cosas de este coronavirus, sabemos que, al menos en España, hay casi 10 veces más infectados que diagnosticados por PCR. La infección inaparente dificulta la identificación y aislamiento de casos para reducir la propagación. Y aunque haya muchos infectados y posiblemente con defensas contra el virus, para alcanzar la inmunidad de rebaño se precisan muchos más. Llegar allí antes de tener un tratamiento efectivo dejará millones de muertos por el camino: no es lo que deseamos.

Sobre la inmunidad hay grandes dudas. Hay dos tipos: la humoral y la celular. La primera depende de los anticuerpos, moléculas que fabrican los linfocitos. Viajan por la sangre atentas a la presencia de antígenos para anularlos: los virus en este caso. Son inmunoglobulinas, hay métodos para detectarlas. La codicia, el afán de protagonismo y el nacionalismo produjo mucha confusión en este campo con oferta de pruebas de baja calidad en un mercado desregulado y ávido de ganancias. La inmunidad celular en los ataques virales es la más importante porque es la que actúa sobre los microorganismos intracelulares. Los virus se introducen en las células, colonizan el ADN al que obligan a fabricar copias de sí mismos. Muchos recordarán que en el sida uno de los indicadores más importantes de la enfermedad es la cantidad de linfocitos ejecutores o citotóxicos CD8 y de los colaboradores CD4. En el covid-19 aún no conocemos bien cómo funciona la inmunidad ni cuánto tiempo se mantendrá si es efectiva. Los anticuerpos que se miden nos dicen que el sujeto estuvo expuesto, pero no qué capacidad tiene de resistir un nuevo ataque.

Durante un tiempo se pensaba que el calor sería un aliado para controlar la pandemia. Colaborará, pero no será la solución.

La definición de caso al principio fue muy restrictiva: fiebre, tos, dificultad respiratoria en personas que hubieran viajado a China, en concreto a Wuhan. Definir caso en una epidemia es fundamental, la única forma de saber qué ocurre y de controlarla. Sars-Cov-2 nos sorprendió con un abanico de síntomas que obligó a modificar varias veces la definición de caso, confundió a la gente e hizo muy difícil la contabilidad. Hoy ya tenemos medios para el diagnóstico virológico y ese es el que vale. A quién hacerlo, si bien al principio se restringía mucho porque no había medios, hoy se tiende a ser muy inclusivo. Pero para llegar aquí hubo que recorrer mucho camino.

Hay dos cosas que hoy preocupan menos: la mutabilidad del virus y su contaminación de las superficies. El virus se muestra estable y parece que el contagio por contacto con superficies contaminadas contribuye menos de lo que se creía. También se modificó la postura respecto a las mascarillas. Al principio, tanto por su escasez como porque no se pensó en su posible función de protección social, no se recomendaban. Hoy es uno de los medios en el que confiamos más. Muchas esperanzas están puestas en la vacuna. Yo prefiero depositarlas en el tratamiento eficaz y en la detección precoz y aislamiento de casos y contactos así como en el uso masivamente la mascarilla cuando no se puede o conviene mantener distancia.