Es muy sorprendente que se quiera ahora limitar la sorpresa por el terrible varapalo que el auto del Tribunal Supremo propinó a los denunciantes y a las tesis de la Fiscalía Anticorrupción. Una de las evidencias de los intereses políticos, profesionales y editoriales que burbujean en la creación del caso grúas es que sus actores hayan recibido el auto del Supremo como una nadería insignificante. No tienen reparos en señalar que el Supremo, por supuesto, se equivoca, como lo hizo el juzgado de instrucción de La Laguna. En cambio, la Audiencia Provincial tenía razón, porque les favorecía procesalmente. Todo esto es vergonzosamente pueril, es una tontería menesterosa, es una majadería irrelevante, pero no hay que olvidar que quienes las sostienen son políticos y abogados (y algún político jugando a abogado afectando posturitas ciceronianas). Por supuesto que los autos y sentencias judiciales son opinables: faltaría más. Pero no es escuchan críticas técnicas, sino se insinúa un descuido sistemático de la sala, una torpeza garrafal del ponente o una negligencia indiferente de los magistrados, todo lo cual está a un paso de la deslegitimación de los magistrados que, sin ningún voto particular, suscribieron el auto de archivo. Los denunciantes (políticos y abogados) no están actuando como agentes responsables del sistema institucional del que forman parte, quizás porque consideran que sus nobles intereses están por encima del mismo. Se lo he escuchado mascullar a muchos políticos en los últimos años: vale la pena forzar las cosas si el resultado final es positivo. Vale la pena, por ejemplo, mantener contra viento y marea una acusación convertida en una causa general contra un partido, en esta hipótesis Coalición Canaria, alimentando una escandalera interminable de mentiras, medias verdades, ficciones, amenazas, profecías, burlas y groserías, aunque finalmente solo se consiga el ruido. El ruido, a veces, es suficiente. La política se alimenta así del descrédito de la política, como esos zombis caricaturales que se comen su propio píe. Un banquete que dura un suspiro pero que deja el ambiente irrespirable. Se olvidan lo que señaló hace mucho Albert Camus: en la política democrática (y decente) son los medios los que justifican el fin.

Hay preguntas intranquilizadoras. Si la Fiscalía no actuara en defensa de la legalidad, ¿quién nos tutelaría a nosotros, los ciudadanos? Si el Ministerio Fiscal no ejercitara sus funciones invariablemente de forma leal, transparente y neutral, ¿quién podría sentirse totalmente a salvo? En efecto. Solo los muy ricos y los muy poderosos. Por eso mismo no es baladí el auto del Tribunal Supremo que se conoció la pasada semana, como no es poca cosa que la Fiscalía Anticorrupción presentara en marzo un escrito con nuevas acusaciones contra Clavijo y su sucesor en la Alcaldía de La Laguna. En las últimas décadas -pero en especial es los últimos años- el deterioro de la neutralidad de unas instituciones patrimonializadas por los partidos en el poder ha debilitado el régimen democrático y la separación de poderes. Dolores Delgado dimitió como ministra de Justicia para, muy pocas semanas después, ser nombrada Fiscal General del Estado. Alguno de los denunciantes del caso grúas llegó a afirmar, sin que se le cayeran los palos del sombrajo, que estaría muy atento al presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Tal vez sería razonable, democrática y moralmente razonable, prestar una atención igual de respetuosa, precisa e irreprochable a los denunciadores.