El homo sapiens cuando era un primate no podía alterar el entorno natural, aunque cuando fue capaz de erguirse y liberar sus "patas delanteras" cambió su manera de vivir pues las manos libres se convirtieron en una herramienta extraordinaria que le permitió operar con ventaja frente a otros depredadores y obtener mejor sus recursos alimenticios. Pero unos 10.000 años antes de la llamada era cristiana el sapiens pudo cambiar radicalmente sus condiciones de vida al ser capaz de domesticar animales y plantas, acontecimiento que se conoce como la revolución neolítica, una revolución que cambió para siempre la relación de los humanos con su entorno vital ya que los homínidos pasaron del nomadismo, la caza y la pesca, al sedentarismo y la producción de sus propios alimentos, lo que favoreció el crecimiento de la población y confirmó a los humanos como la especie dominante del planeta.

Pero no contentos con esa ruptura histórica los hombres primitivos que inventaron la agricultura y la ganadería dieron luego otro salto histórico al someter a otros humanos, a los que esclavizaron, sumando asi a su patrimonio vital de plantas y animales a otros humanos.

En ese largo proceso milenario inventaron el fuego y aprendieron a utilizar el agua, las tierras y los minerales como medios para aumentar las cosechas, para almacenarlas en piezas de barro, e incluso transportarlas para el intercambio a distancia gracias al invento de la rueda aplicada a la energía animal.

Y de invento en invento, para ahorrar tiempo y trabajo, nuestros antepasados no pararon desde entonces de inventar -picos, palas, azadones; luego carros, batanes y ruecas- hasta que en las últimas décadas del siglo XVIII de nuestra era inventaron definitivamente la manera de inventar: convirtieron un mineral energético, el carbón de piedra, aplicado a una máquina que se iba a llamar de vapor, en energía mecánica. Fue la revolución industrial.

La llamada revolución industrial fue la segunda gran revolución histórica después de la neolítica, el paso de la manufactura -lo que se hace con la mano-, a la maquinofactura -lo que se hace con la máquina-, esto es, la revolución industrial es nuestro mundo porque nos permitió elaborar en serie los artefactos que necesitábamos para transformar las materias primas en bienes industriales, nos permitió recortar las distancias, integrar los mercados, multiplicar las mercancías, producir nuevas máquinas, fabricar otros bienes, en fin, hacer a los dueños de ese nuevo sistema fabril los amos del planeta a costa de impulsar una nueva esclavitud de millones de obreros, obreros que picaban el carbón, transformaban el mineral de hierro en acero, fabricaban piezas mecánicas, elaboraban tejidos en el telar mecánico, conducían los ferrocarriles de vapor, y llegado el momento, se convertían en soldados coloniales de la patria industrial para asegurar el "extractivismo" de los recursos y las materias primas que necesitaban las metrópolis para seguir multiplicando su dinero y su poder.

Esa revolución industrial iniciada en Inglaterra fue tan impactante y extraordinaria que los países vecinos trataron de copiarla explotando a su vez los recursos naturales propios, compitiendo por los ajenos y comprando a precios de oro el know how de aquellos técnicos británicos que transformaron el mundo, asi que la primera revolución industrial tuvo en el siglo XIX réplicas en los vecinos países europeos más avanzados.

Y en esa frenética carrera por la conquista del futuro industrial una nueva Alemania, recién unificada a mediados del siglo XIX, no se quedó atrás, pues gracias a su larga experiencia histórica artesanal y laboral, su cultura luterana y teniendo además abundante carbón y mineral de hierro propios, se lanzó a innovar tanto en la gestión empresarial como en la industrial, creando consorcios societarios integrados y dando nuevos pasos al frente en la gran industria siderúrgica, que pronto lideró el mercado del acero continental, y también en la minera, de lo que surgiría a finales del siglo XIX una suerte de segunda revolución industrial basada en el uso del agua como energía hidraúlica y el carbón como materia prima de laboratorio que daría origen a la química científica, transformada después en la gran industria farmaceútica.

Todo lo que vino después, en el siglo XX, fue la batalla sin tregua de las potencias industriales europeas y su primogénito norteamericano por apropiarse de las riquezas y los recursos naturales del planeta para seguir engrasando la gran máquina económica e industrial que nos acabaría llevando a dos guerras mundiales, mientras el sueño proletario de un mundo mejor prendería en la revolución comunista rusa.

Lo que conocimos después lo vivimos ya en directo: reparto de países y continentes entre las potencias aliadas capitalistas; reparto de los pueblos y sus vidas; reparto de los recursos naturales, reparto de alimentos, de carnes, de especies animales, de maderas y de minerales, o sea de petróleo, de gas, de coltán o de mercurio, reparto en definitiva de los bienes del mundo.

Y para justificar ese reparto -ese saqueo- blindamos el capitalismo depredador que ahora llamamos neoliberal, y utilizando la indefensa mano de obra local de los países "atrasados" -sus gobernantes los poníamos nosotros- en Africa, en América Latina y en Asia, incorporando también a la China comunista, desarrollamos cadenas de producción manufactureras, agroindustriales y agroganaderas para atender la demanda infinita del mundo rico, impulsando redes de transporte a los países centrales y creando así el nuevo gran mercado mundial de la globalización capitalista.

Pero en ese salto al futuro de los amos del mundo buscando sin tregua el cuerno de la abundancia capitalista, nosotros, aprendices de brujo, no quisimos ver que tanto tráfico de bienes y mercancías, tanto consumo energético y tanta globalización desenfrenada contaminaba la atmósfera, generaba la emisión de gases de efecto invernadero y elevaba las temperaturas del planeta provocando de esta manera el cambio climático, con sus desastres naturales y ambientales en forma de incendios, inundaciones, terremotos o huracanes. No quisimos ver las consecuencias de destruir los espacios naturales, envenenar los océanos y deforestar bosque milenarios rompiendo así los ecosistemas vitales para el equilibrio y la salud del planeta. No quisimos ver que el mundo no era nuestro.

El covid-19 es la respuesta invisible de la naturaleza a la destrucción visible de esta globalización capitalista, un virus perdido en el mercado chino de Wuhan que se ha propuesto demostrar a todos los humanos que, como proclamaban los altermundistas pero al revés, "otro mundo es posible".

(*) Investigador e historiador económico