Si un capitán de barco hubiese demostrado el nivel de improvisación e inseguridad de nuestros gobernantes, muchos de nosotros nos habríamos lanzado ya hacia las lanchas salvavidas. Desde que comenzó la maldita pandemia del coronavirus hemos podido comprobar, sin trampa ni cartón, el nivel de chapuza de nuestros responsables públicos. Esos que se equivocaron al no contar con suficientes equipos de protección, que despreciaron el uso de las mascarillas o que fueron timados con productos falsos comprados a precios multimillonarios.

Las cosas no han mejorado mucho con la crisis económica. Después de encerrar a todo el país durante sesenta días y sesenta noches, celebraron el gran éxito sanitario: al paciente se le arregló la migraña después de que le cortaran la cabeza. Hay expertos que consideran “medieval” eso de encerrar a una población entera para impedir el contagio de un virus. Sostienen que en el siglo XXI hay sistemas tecnológicamente más eficientes que los que empleaban en la Venecia de los Médici.

Sea como sea, le ganamos al bicho. Pero sigue por ahí fuera. Y ese pequeño detalle resulta un gran problema para una economía que vive de procesar a millones de visitantes cada año a los que se les ofrece un clima extraordinario para dedicarse a actividades de ocio y diversión. Estamos, por lo tanto, decidiendo que si galgos o podencos. Y el Gobierno de España da hoy un paso hacia adelante y mañana dos hacia atrás. Como si no tuviesen nada seguro y unos días le pudiera el miedo al hambre más que el miedo a la peste. La nueva rectificación consiste en abrir las fronteras al turismo junto con el resto de países europeos. Algo que era de cajón.

Ya las Islas Baleares se habían lanzado a apostar por su temporada de verano, que es la única que tienen. A la fuerza ahorcan. Es lo mismo que están haciendo otros destinos económicamente desesperados, como Egipto o Túnez. Mientras tanto, en Canarias se siguen rumiando los peligros de abrirnos a un turismo masivo que nos pueda terminar importando nuevos brotes de contagio. ¿Qué prefieres: morirte de hambre o contagiarte?

Lo de las islas recuerdan la fábula de Iriarte de la zorra y las uvas. Aunque estuviéramos dispuestos a correr el riesgo de que lleguen millones de personas, está por ver que quisieran venir. Lo de Baleares es una campaña de publicidad a la desesperada. Y en los países del Mediterráneo casi pagan por recibir visitantes. El turismo está tocado de muerte por el miedo y la crisis económica

Tal vez algunos de los que están ahí arriba lo saben perfectamente. Por eso están disfrazando de prudencia lo que simplemente es consecuencia. Ni británicos ni alemanes van a venir masivamente este verano. El inicio de la reconquista de la “nueva normalidad” -es decir de esos ocho millones de visitantes al año a que aspiramos- empieza, para nosotros, este invierno. Pero hay que llegar vivos hasta ese momento. Y no va a ser fácil.

Un sistema insostenible

Según los últimos datos de los ministerios de Trabajo e Inclusión, en España hay casi dieciséis millones de personas cobrando una prestación de la Seguridad Social, teniendo en cuenta las pensiones, tanto contributivas como no contributivas y las prestaciones por desempleo. Hay más de diez millones de pensionistas de contributivas y casi medio millón de no contributivas. Y cuatro millones seiscientas mil personas que están cobrando prestaciones por desempleo. Y a este dato habrá que sumar las 2,3 millones de personas que cobrarán, según el Gobierno, el Ingreso Mínimo Vital. ¿Cómo podemos sostener esa estructura de gasto público socialmente imprescindible? Los asalariados del mercado privado que pagan a la Seguridad Social apenas pasan de quince millones. Y afrontamos una etapa de crisis económica que supone menores beneficios para las empresas, caída del consumo, crisis en la recaudación de impuestos y aumento del número de parados. Si el agua que sale del estanque es mucho mayor que la que entra, el estanque se secará. Por mucho dinero que venga de Europa y por mucho dinero que pidamos prestado. En ambos casos habrá que devolverlo. Cualquier sistema -y ya lo sabemos sobradamente- debe ser sostenible. Es una condición esencial para su supervivencia. El nuestro, ahora mismo, no lo es. Prepárense para lo inevitable: recortes brutales en el sector público y aumento de impuestos a todos y cada uno de los españoles.