Derribar estatuas equivale a romper la foto en la que aparecíamos abrazados a aquella novia que nos destrozó el corazón. El corazón seguía destrozado, sin remiendo posible hasta que el hilo del tiempo cumpliera su oficio, pero de pronto el acto de rasgar el papel nos daba un cierto consuelo.

Al cabo no servía de nada porque es imposible cambiar el pasado. El pasado solo lo cambia el perdón, y el perdón es tan personal e íntimo que no se puede extender a la historia. Los hechos fueron los que fueron, y sus causas, mal que nos pese, somos nosotros.

Si el pasado se pudiera cambiar tirando una estatua o dejando que el viento se llevará "Lo que el viento se llevó", yo quizás estaría ahí, poniendo la cuerda o soplando las llamas. Pero hacia atrás no hay revancha posible, la única que nos está permitida habita en el futuro.

Veo con preocupación la oleada de derribo de estatuas que recorre el mundo desde la terrible muerte de George Floyd. Comprendo que a una persona de raza negra le resulte imposible sentirse un ciudadano igual mientras se agasaje públicamente a gente que luchó para poder seguir sometiendo a sus antepasados, o le sea muy desagradable encontrarse al paso la efigie de un traficante que vendía y compraba las vidas de sus abuelos. Pero tampoco es racional negar el papel histórico de estos personajes. Lo discutible aquí, en todo caso, es la oportunidad del lugar.

Si bien es cierto que el espacio público debe reservarse para el homenaje y la conmemoración, y por lo tanto solo debe ser ocupado por quienes conciten el consenso social (lo que dejará una nómina escasa, pero justa), llevemos las estatuas a los museos, situémoslas en un contexto en el que se pueda explicar lo que fueron esos personajes. Allí quizás nos sea dado entender el momento histórico en el que esas personas hicieron lo que hicieron y aprendamos a no caer en la falacia de juzgarlas con nuestros valores actuales, valores que, por otra parte, serán sometidos a examen también en el futuro, aunque ahora nos parezcan tan perfectos como a aquellos les parecieron los suyos.

Juan José Millás, que a veces es vecino mío en estas páginas, dice que bien investigados todos tenemos diez años de cárcel, lo que nos llevaría a que quien esté libre de pecado que tire la primera estatua. De acuerdo con los estándares morales actuales, pocas figuras de la historia se librarían de ser señalados como racistas, homófobos, machistas€ Sería difícil encontrar a quien no nos causase, si no repulsa absoluta, al menos sí una evidente incomodidad. Y así seguirá siendo. De modo que tal vez en vez de avergonzarnos del abuelo quizás deberíamos hacer lo necesario para que, llegado el día, nuestros nietos no sientan vergüenza de nosotros.