Muchas de las personas torturadas, maltratadas, encarceladas, despreciadas, en las últimas décadas de la dictadura están vivas y tienen memoria. Esta memoria no es histórica: es personal, propia, les afecta como lo que queda de la realidad para convertirse en el sobresalto de las pesadillas. Cada una de esas personas tiene su propio recuerdo, que no es tan solo un recuerdo político, de su manera de pensar o de actuar, en los tiempos en que sufrieron persecución o acoso, durante los cuales también sufrieron una vejación que no se borra jamás.

Ahora esas personas, muchas de las cuales asisten sin decir nada a la discusión sobre los honores que aún disfrutan, o que ya disfrutaron, sus torturadores, tienen la oportunidad, otra vez, de rememorar sus sufrimientos y también de sentirse reconocidos por una sociedad que no puede olvidar que aquí hubo una dictadura que actuó, por ejemplo, como la chilena o la argentina cuando decidió que era mejor maltratar para poner en evidencia las fronteras y la contundencia de su poder.

El más llamativo de estos recordatorios que busca el alivio de la memoria de quienes sufrieron las heridas de la dictadura ha sido la decisión parlamentaria, de la izquierda y de parte de la derecha menos la ultraderecha de Vox, de desposeer a los torturadores de los reconocimientos que hayan tenido en vida. Billy el Niño, que se hizo famoso por su forma de pegar, es uno de los servidores policiales del régimen de Franco que será desposeído de sus medallas. En efecto, su caso ha estado últimamente de manifiesto porque fue quizá el más reciente de los torturadores, presumió de ello y de sus medallas y dejó recordatorios indelebles en cuerpos y almas de sus víctimas. Ahora ya no tendrá medallas, y esto ha desatado un río de tinta y, al final, el reconocimiento de que no se merecía el reconocimiento de las medallas sino el desdén de los demócratas.

La democracia no se hace con venganzas, pero se hace con reconocimiento y memoria, y eso es lo que al final resulta de la decisión parlamentaria, a la que no se unió, y es lástima, el hijo de Adolfo Suárez, el hombre que cosió con dificultad y maestría el delicado tejido de la transición. Y es lástima, digo, que Adolfo Suárez Illana no se sumara al dictamen parlamentario porque él es una persona de singulares valores humanos, entre los cuales está el inmenso respeto a su padre, y éste fue para él y para muchos un ejemplo de repudio a los modos en que la dictadura se produjo, por ejemplo, frente a los torturadores comunistas, gracias a cuyos compañeros o herederos, por ejemplo, se pudo hacer la Constitución de la democracia.

El debate y luego la sesión parlamentaria en la que ya se votó privar de sus condecoraciones a quienes habían torturado en el franquismo tuvo un protagonista destacado en el joven diputado de izquierdas Íñigo Errejón, ahora al frente de Más País. Ante una burla de un diputado de Ciudadanos, que había preguntado si en el hemiciclo había algún hijo de español que tuviera memoria de aquellas atrocidades, decidió alzarse para decir que sí, que había uno, él mismo. El padre de Errejón, José Errejón, que es aun un hombre joven, fue torturado, precisamente por Billy el Niño, en el edificio de la calle del Correo, en Madrid, donde ahora está la sede de la Comunidad. Su hijo hizo un alegato conmovedor, pues acudió, sencillamente, a lo que es el dolor civil heredado, una memoria que duele por la persona interpuesta más importante de la vida, el padre. A ese dolor personal añadió la rabia por observar a su alrededor, en las bancadas opuestas o desdeñosas, la mofa ante un hecho que, en todo caso, debería inspirar respeto.

Tras ese lance parlamentario de alto voltaje sentimental, rabiosamente humano, padre e hijo comparecieron en el programa de Ángels Barceló en la Cadena Ser. Poco a poco, José Errejón se fue rehaciendo del llanto que le producía tanto recuerdo, sobre todo porque había sido su hijo el que lo había expresado, pero luego tuvo arrestos para explicar los modos en que la dictadura condujo a sus secuaces a disminuir a las personas vejándolas, obligándolas a declarar bajo la amenaza del dolor y de la sangre. Y de la burla, y de la burla.

En Tenerife conocimos torturadores, encarcelamientos, amigos muy queridos pasaron por las comisarías para dar cuenta de sus ideas y recibir por ellas el castigo y la ignominia. Muchos fueron encarcelados, algunos murieron a manos de personajes oscuros y célebres, tristemente célebres, que incluso fueron celebrados, servidores de una patria tan mezquina que buscaba sostenerse sobre los golpes de estos esbirros. Hubo un nombre propio de imposible olvido, el del comisario Matute, pero no fue el único en participar de la orgía triste de la represión que, en el imaginario de los torturados de España, tiene su mayor símbolo en la desfachatez y en los métodos de Billy el Niño, que ya no está pero que dejó una huella que aún hace llorar a sus víctimas.