Ahora o nunca. Lo peor está por llegar. Esto nos es nada con lo que le pasó a fulano. El Gobierno miente. Los empresarios explotan. Los trabajadores no son productivos. Invierte ahora o perderás el tren. Acepta o estás muerto.

Recuerdo un precepto de la asignatura Sociología de la Empresa por el que nos enseñaban la importancia de aportar materiales teóricos, criterios analíticos, técnicas de investigación y capacidad deductiva para facilitar la comprensión.

Algo así como la necesidad que tiene la sociedad de tratar sus asuntos con sosiego y calma, pues los aciertos los reivindica siempre el que implantó su estrategia, pero el fracaso, lejos de ser huérfano, tiene miles de afectados.

Interpretemos bien el presente para acertar con los que nos demandará el futuro.

Cuando hablamos de la precariedad del empleo nos olvidamos de que es parte de un sistema de mercado en el que las empresas compiten para ganar legítimamente unos ingresos con los que pagar a sus trabajadores, fiscalidad, cotizaciones y otros compromisos y que aquellas que no tienen éxito el mercado las saca del sistema, junto con sus virtuales ganancias y efímeros empleos.

La meta es consolidar un tejido empresarial competitivo y sostenible con una administración eficiente y desburocratizada.

El mundo se rediseña social, política y económicamente, después de cada guerra, pues ésta siempre pone al descubierto las intimidades e insuficiencia de las estructuras públicas o privadas. Los efectos del COVID-19 hacen necesario establecer pactos globales y acciones locales que ayuden a afrontar incertidumbres futuras, mediante la cualificación científica y laboral bajo el paraguas de la productividad.

Dialogar para minimizar los riesgos siempre maximiza la capacidad de éxito.

Cuando los ingresos públicos son inciertos, los compromisos que se derivan de ellos son insostenibles. Por ello, se hace necesario prorrogar los presupuestos que tenemos aprobados para ajustar el gasto mientras analizamos su eficiencia y sostenibilidad en la recuperación económica.

Una suerte de precaución y ética económica que garantiza el estado del bienestar ajustándolo a la capacidad real sin financiarlo con déficit y excesivo endeudamiento.

Mejorar poco a poco, alejándonos de la locura de crecer demasiado y volver a caer.