España tiene uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo para la medicina aguda, pero no para el control de enfermos crónicos y de personas vulnerables, afirmaba hace unos días uno de los grandes expertos nacionales en salud pública, con larga trayectoria internacional. La terrible pandemia ha destapado en toda su crudeza ese punto de debilidad en las residencias de mayores. Mucho debe de cambiar su gestión. Aunque a los responsables políticos no les agrada escucharlo, la entrada del virus transformó algunos centros en auténticas morgues. Y convirtió a los residentes en víctimas indefensas e inocentes a pesar del injusto sacrificio de privarles del contacto con los suyos y de reducirles el mundo durante muchos días a una cama, una silla y las cuatro paredes de la habitación.

Por suerte, en Canarias esta situación no alcanzó tanta virulencia. Lo cierto es que tampoco el virus ha penetrado en el Archipiélago con la potencia devastadora con que lo hizo en otras regiones. El número de mayores alojados en residencias que han fallecido en las Islas asciende a 19, 18 de ellos en Tenerife y uno en Gran Canaria. Todos ellos murieron después de ser trasladados a los hospitales, menos dos que fallecieron de forma súbita. Aunque la Comunidad Autónoma ya chequeó los centros públicos con la realización de 12.000 test, lo mejor es mantenerse alerta y no relajarse en nuestros geriátricos.

¿Con la desescalada estamos empezando a subestimar la amenaza del covid-19? Parece que el susto va a durar poco a tenor de algunos comportamientos incívicos que empiezan a normalizarse. El hombre moderno está programado para desenvolverse en circunstancias cómodas y previsibles, alejadas de la incertidumbre. Recuperar la rutina de siempre aporta certezas y confianza. Debido a ello hasta pueden considerarse lógicas las ansias por retornar de inmediato a la normalidad. No resulta tan entendible hacerlo con actitudes descuidadas y temerarias. Los médicos hablaban al principio de esta pesadilla de la falsa sensación de seguridad que proporcionaban guantes y mascarillas. Usarlos de manera inadecuada propagaba la epidemia. Corremos el riesgo ahora de que arraigue la equivocada creencia del peligro conjurado.

Esto no es una simple gripe, como se dijo en el comienzo con ánimos tranquilizadores para la población en un error de concepto que bajó la guardia, sino un virus violento y caprichoso de cuya evolución y pautas de ataque los especialistas siguen ignorando mucho. Nadie ha salido tan castigado en España de la terrible experiencia del confinamiento como nuestros mayores, los que estuvieron en sus casas y en particular los de las instituciones especializadas. Para ellos comienza a producirse una verdadera desescalada casi tres meses después.

Buena parte de las víctimas españolas surgió en torno a las residencias. Se ha dicho que este no era el tiempo de resaltar los fracasos, sino el de unirse hasta superar el golpe para luego rendir cuentas. Tradición la de rendir cuentas, dicho sea de paso, inusual en España, donde solo importa el color con que se mire e imponer una verdad de parte. Lo ocurrido exige un inmediato juicio bien informado para asumir responsabilidades y rectificar la forma de actuar. Sin emociones desatadas ni mentiras sibilinas. Sin tergiversación, baile u ocultación de datos. Sin demagogia ni sectarismo - combustible actual de la política-, sino con argumentos y fundadas razones para tomar decisiones inmediatas por el bien común antes de que llegue el próximo patógeno.

Los cuidadores, grandes olvidados en los aplausos, apenas ensalzados y tan merecedores de un premio como los sanitarios de los hospitales, interiorizaron el riesgo como algo cotidiano y asumieron situaciones extremas, en lo personal y en lo profesional, de fuerte carga emocional. Algunos hasta se encerraron con los ancianos para evitar el peligro potencial de transmisión de su contacto con el exterior. A los expertos corresponde extraer conclusiones operativas desde la perspectiva de estos meses aunque el sentido común anticipa que habrá que reforzar la formación sanitaria de los profesionales del sector, promover una atención muy diferente para separar lo menos posible a los asistidos de sus entornos y personas habituales -sin establecimientos convertidos en meros aparcaderos de personas- e integrar de manera efectiva, eficiente y real el sistema de protección asistencial en el de salud.

Por razones culturales, el distanciamiento social no va con el carácter canario ni español. En el caso de los mayores internos, el alejamiento supone una brutal condena al desarraigo, el desconcierto y la soledad. Abochorna carecer de soluciones para preservar la seguridad sin necesidad de mantener a esa cohorte en una burbuja, alejada de todo y de todos, como si en la recta final hubiera que despojar a los veteranos de cualquier derecho. Eso acaba por asemejarse mucho a enterrarlos en vida. A la reforma del empleo, la educación, los impuestos o el gasto público habrá que añadir con categoría prioritaria también la de los centros de mayores. La existencia que salvemos y hagamos más feliz hoy promoviendo acertadas medidas de inmediato puede acabar en realidad siendo la nuestra cuando envejezcamos.