En la fase 4 o nueva normalidad, la distancia social será de un metro y medio. Iba a ser de dos metros, como pone en todos los carteles pegados en las puertas de las farmacias, de los colegios y en las marquesinas del autobús, en los anuncios de las administraciones por tierra, mar y aire y hasta en el BOE. Pero Ciudadanos ha entrado en la negociación, y ha conseguido rebajarla para dar oxígeno y aforo a bares, restaurantes y tiendas, y de paso reivindicarse como bisagra indispensable para la gobernabilidad. Una, que tiene la suspicacia adormecida por los meses de confinamiento, pensaba que la distancia social que va a contribuir a mantener a raya el coronavirus y a evitar rebrotes se concretaría en un cónclave de sabios y con sesudos informes, cuan fórmula irrefutable. Un par de científicos, dos docenas de médicas y enfermeros, otro puñado de matemáticos armados de algoritmos y presidiendo la sala en inefable Fernando Simón, con su corte de epidemiólogos. Pues no. La cosa se ha parecido más a la famosa escena de La loca historia del mundo de Mel Brooks, cuando a Moisés se le cae una de las tablas de la ley y los 15 mandamientos ordenados por Dios se quedan en 10. Una subasta política en la antesala del despacho del fontanero de turno de Moncloa le ha quitado una cuarta parte a la distancia social en una puja que ha ganado la formación de Inés Arrimadas. Si se llegan a necesitar más votos, la distancia de seguridad se queda en veinte centímetros o en prohibir los besos con lengua.

El Gobierno ha explicado además que la actitud que ha de regir esta nueva normalidad es la responsabilidad. La personal y la colectiva. No sé yo si fiar la salud de mis hijos a la responsabilidad ajena. Brilló por su ausencia hace quince días, cuando la ultraderecha convocó una manifestación en coche para pedir la dimisión del gabinete de Pedro Sánchez. El despliegue motorizado mereció la crítica por el riesgo que suponía organizar una aglomeración en plena pandemia. Pero volvió a brillar por su ausencia la semana pasada, cuando cientos de personas se concentraron para clamar contra el racismo, haciéndose eco de las protestas de los afroamericanos contra el asesinato policial de un hombre en Minneapolis. En esta ocasión, partidos que forman parte de gobiernos locales y nacionales jalearon la reunión masiva porque su fin les parecía justo. La ley del embudo, lo ancho para mí y lo estrecho para ti, se abre paso en todas las normalidades, viejas y nuevas. Uno de los ejemplos más lamentables lo dio el portavoz de Podemos en el Congreso, Pablo Echenique, que el domingo escribió: "No sé si tocaba ahora, pero sí sé que los que hoy os habéis manifestado contra el racismo habéis intentado tener el máximo cuidado posible. Y lo sé porque no compro el 'eslomismo'. La diferencia se llama decencia". No hace falta recordarle a él, que es científico del CSIC, que el virus infectó igual a los asistentes al Congreso de Vox de Vistalegre y a la ministra de Igualdad Irene Montero. Sería una hipótesis arriesgada sostener que el virus discriminó a sus víctimas por la decencia de sus pensamientos, pero lo puede comprobar con experimentos si la agitprop le deja tiempo. La cosa es que nos habían dicho que no nos juntáramos más de 15 personas, pero igual eran 1.500, como los dos metros de distancia social van a ser metro y medio.