China ha dicho basta a las manifestaciones y reiterados desafíos a la autoridad en Hong Kong (HK), anunciando una draconiana ley de seguridad nacional, que pondría fin a la declaración conjunta entre China y el Reino Unido (RU) -firmada en 1984 por Margaret Thatcher y el primer ministro chino, Zhao Ziyang-, garantizando a la antigua colonia británica un alto grado de autonomía hasta 2049, bajo la fórmula "un país, dos sistemas".

La respuesta ha sido en forma de tribuna de opinión en The Times, firmada por el premier británico, Boris Johnson (BJ), recién salido de la UVI tras superar el coronavirus.

Sin acabar de rematar la arquitectura del Brexit, que, con su postura reacia a la inmigración, le dio una aplastante victoria electoral, el desconcertante BJ se ha descolgado con una cuestión política muy delicada. Y lo hace para anunciar que, si Pekín insiste en la nueva ley, su gobierno permitirá que casi tres millones de hongkoneses vivan y trabajen en el RU.

Una variante del síndrome de Estocolmo, con el colonizado regresando al colonizador.

Este compromiso, que empezaría por los 350.000 residentes en la antigua colonia británica con pasaporte del RU, deja en el aire cuestiones peliagudas sobre lo complejo que sería para los recién llegados adquirir la ciudadanía.

Después vendría la concesión de visados renovables, de 12 meses de duración, a los 2,5 millones de personas que tienen derecho a solicitarlo, a los que se permitiría trabajar en Gran Bretaña, como paso previo a obtener la nacionalidad.

La ironía de la propuesta es que, como recordará el lector, su victoria electoral se basó en una furibunda actitud antiinmigración. Dado el trasfondo xenófobo de BJ y su partido: ¿dónde se alojarían los 3 millones? ¿Es un mero gesto de desafío a Pekín? ¿Se trata de otra fantasía de Boris?

La devolución de soberanía sacudió en su día a la opinión británica, que, temerosa, se opuso a que los residentes de HK se mudaran al Reino Unido. Entonces, se les debería haber ofrecido la ciudadanía británica, dando la opción de quedarse en Hong Kong o mudarse al Reino Unido. Pero no se hizo.

Liberado del corsé continental y con la añoranza inconfesable de un pasado colonial, el RU vuelve por donde solía, ansioso por forjar nuevas relaciones comerciales con otras potencias económicas, China incluida. Así que la defensa a los titulares de pasaporte británico podría amenazar la agenda económica. Y eso sí que no.

Los hongkoneses son gente inteligente y trabajadora, de modo que con 500.000 polacos y rumanos residiendo en el RU, la idea de sustituir a un fontanero polaco por un experto en tecnología de la información, ayudaría a explicar el amplio apoyo popular del que goza la oferta de visados, según se desprende de las encuestas de opinión.

Lo que está por ver es cuánto duraría ese entusiasmo, si esos inmigrantes aterrizaran en el RU en un momento en que la economía se tambalea bajo los efectos del coronavirus.

Los embistes a los derechos civiles de los hongkoneses no son sólo por el control del territorio. Con 7,5 millones de ciudadanos, HK apenas representa el 3% del PIB de China.

El empeño del imperio emergente consiste en socavar la libertad y el estado de derecho (the rule of law), que el Reino enseñó a la gente de HK, sustituyéndolo por el imperio de la fuerza. Es cierto que China ha violado los términos del tratado de 1997 y su rechazo a la pretensión inglesa se basa en que los ingleses no tienen derecho a hacer esa oferta a los residentes de HK, que son ciudadanos chinos. Pero ¿cómo impedir que reclame lo que geográficamente le pertenece?

Uno tiene la impresión de que, durante las protestas, pocos manifestantes pedían la independencia. También resulta llamativa la escasa atención que despierta la defensa y el apoyo a los valores de la democracia en la antigua colonia. Da la impresión de que se buscaba, sobre todo, un billete de salida.

Boris Johnson, tratando de canjear su mal manejo de la pandemia, (tras inaugurar la política de inmunización masiva, que es como decir que a todos los ancianos se les deja caer), es un oportunista capaz de lanzar una bomba de racimo con impacto de "nariz".

Porque lo que primaría, por encima de otras consideraciones, es que Londres permita la entrada a unos pocos miles de hongkoneses, profesionales muy cualificados, con dominio del inglés, capaces de contribuir al despliegue comercial del RU y con un profundo conocimiento de Asia. Eso si, muy ricos. Aunque por ese bocado le tocaría competir con Canadá, EE.UU., Australia, Nueva Zelanda y Singapur.

Lo que está por ver, no es tanto si Xi fuera a consentir que se fuesen los pilares de un centro financiero mundial, sino, más bien, que se llevasen su riqueza del enclave hongkonés.

La realidad es que, aunque resulte mirífico ver a Boris simulando hacer frente a la agresión china, estas ensoñaciones solo están en las mentes calenturientas del gobierno británico. Es como ver a un niño pequeño tratando de dictar a sus padres decisiones importantes de la vida.

Buena parte de los hongkoneses no querrían dejar Hong Kong pero, en previsión de una contingencia, se podrían plantear solicitar un pasaporte de ciudadano británico. Por si acaso.

A ver qué responde Boris a esto. No sea que lo que aparenta ser un gesto humanitario, resulte un astuto aspaviento que se asemeje a una de esas asombrosas piezas de teatro de su extenso repertorio, esta vez con variante del síndrome de Estocolmo incluida.

El honor puede resultar caro, pero importa más que el dinero.