Los politólogos señalan que los gobiernos de coalición no son necesariamente más onerosos para los contribuyentes que los gobiernos monocolores. Pero eso va por barrios. Por ejemplo, el actual gobierno de democristianos y socialdemócratas que preside Ángela Merkel en Alemania tiene menos cargos públicos que el primero, hace más de cinco años. Merkel le ha apretado las tuercas no solo a sus socios, sino a su propio partido para reducir el número de altos cargos y asesores. El Gobierno más progresista que ha parido España, en cambio, está hecho de otra pasta. Cuenta con cuatro vicepresidencias y 18 ministerios. Han seguido nombrando subdirectores generales en plena pandemia. La normativa fija que, en esos casos, deben justificarse las razones del nombramiento en un informe, pero habitualmente al sanchismo pablistero le ha bastado con un par de parrafitos. Para citar a un egregio paisano, es lo que ocurrió con Héctor Gómez, designado en 2018 director del Instituto de Turismo de España. Su antecesor, Manuel Butler, era y es doctor ingeniero naval y funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, ha cursado posgrados en Alta Dirección en Navarra y Londres y habla inglés, francés y alemán. Pero no tiene la inmensa dicha de ser amigo de Pedro Sánchez y miembro del comité ejecutivo del PSOE, las dos condiciones que le bastaron a Gómez para alcanzar la canonjía. Se aburrió pronto y corrió a meterse en la lista electoral al Congreso.

No merece la pena detenerse en el caso de José Félix Tezanos como presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas y masterchef de las encuestas sin abandonar la dirección socialista, un sujeto que ha arruinado la credibilidad del CIS por pura estupidez ventajista. Tampoco insistir en la decisión de nombrar a Irene Lozano, autora negroide del Manual de Resistencia de Pedro Sánchez, primero secretaria de Estadas para España Global (así se llama la broma) y luego en presidenta del Consejo Superior de Deportes. Está aún reciente la exaltación del arquitecto José Ignacio Carnicero, colega fraternal de Sánchez, como director general de Agenda Urbana y Movilidad, un cargo creado ad hoc con 90.000 euros anuales.

El penúltimo episodio de esta degradación lleva el nombre de un señor, Carlos Aguilar, propuesto por Unidas Podemos para entrar en la dirección de la Comisión Nacional de Mercados y de la Competencia. El señor Aguilar ha reconocido en el Congreso de los Diputados que no tiene puñetera noción de competencia ni de mercados ni de economía, pero opinó que su integración mejorará la pluralidad de la CNMC. Ciertamente la ley que regula el funcionamiento de la CNMC establece inequívocamente que sus vocales deben ser "personas de reconocido prestigio y competencia profesional en el ámbito de actuación" del organismo. Qué época aquella en la que criticábamos que Elvira Rodríguez fuera presidenta de la Comisión. Al menos era economista y auditora del Estado. El nombramiento de Carlos Aguilar es fraudulento, pero los sillones ya están repartidos. La patrimonialización partidista de la administración pública, incluidos los organismos reguladores, avanza satisfactoriamente, así como su consecuencia directa, la putrefacción de las instituciones y la prostitución de normas y reglamentos, cuyas principales víctimas son siempre los más débiles, los más marginados, los más menesterosos.