Se define el "corporativismo" como "la tendencia del grupo a defender a toda costa sus intereses" sin tener en cuenta muchas veces ni la justicia ni las implicaciones perjudiciales para terceros.

Es la ciega defensa corporativa algo que se da por desgracia en todas las profesiones -políticos, policías, militares, jueces, por supuesto también periodistas-, y que personalmente siempre he detestado.

Es algo que daña en efecto no solo al cuerpo o la institución, impidiendo que salgan a la luz sus fallos y obstaculizando así su renovación, sino que perjudica también al conjunto de la sociedad, a la que aquéllos deben servir.

El corporativismo ha permitido, por ejemplo, lo que vemos que ocurre con la policía en Estados Unidos, en la que resulta difícil acabar con actitudes tan inveteradas como el racismo y la violencia.

Corporativismo es también lo que sucede estos días en España cuando, al ponerse en cuestión un informe realizado por la Guardia Civil por encargo de una juez, informe que se ha demostrado estar plagado de errores maliciosos, salen muchos en tromba a defender "el honor" del cuerpo.

"Honor", palabra tan castiza, de tanta tradición entre nosotros, que ha servido muchas veces para ocultar más de una villanía. No es poner en cuestión la honorabilidad de cualquier colectivo denunciar la existencia en su seno de individuos indignos de pertenecer al mismo.

Basta con repasar la propia historia de la Guardia Civil para ver que en ese cuerpo, como en toda institución, han crecido muchas veces juntos el trigo y la cizaña.

En nuestra guerra civil hubo así miembros de la Benemérita que defendieron a la República mientras que otros no dudaron en unirse inmediatamente a quienes se levantaron en armas contra el Gobierno democrático.

Un ejemplo más reciente lo tenemos en el intento golpista del 23 de febrero: nunca olvidaremos aquel indigno teniente coronel Tejero entrando pistola en mano en el Congreso y amenazando a tiros a los representantes del pueblo.

Vienen estas reflexiones a propósito de unas recientes declaraciones del ministro Alberto Garzón en las que no descartaba que pudiese haber "elementos reaccionarios" en la Guardia Civil capaces de asumir como propio un discurso golpista alentado desde la extrema derecha política.

En una muestra más de defensa corporativa, la Confederación Española de la Policía no tardó en calificar las palabras del ministro comunista de "escándalo" y "canallada" y en exigir su dimisión por atentar supuestamente contra el honor de la Guardia Civil.

Se habla en la Alemania surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial de "ciudadanos de uniforme" para referirse a los militares en una democracia. Es un concepto que se acuñó en los años cincuenta del pasado siglo y que hace hincapié en el liderazgo moral, que el uniformado debe interiorizar.

Se permite a éste la participación en la vida política como a cualquier otro individuo, aunque con algunas limitaciones, al tiempo que se cuida de que reciba una formación ética y política en los valores de la democracia, de los que el primero, reconocido en la Ley Fundamental, es la "intangible dignidad humana".

Una cosa, sin embargo, es la teoría y otra muy distinta, la práctica diaria. Y no me refiero sólo a lo que sucede también en Estados europeos, entre ellos Francia, el país de los derechos humanos, donde el racismo y la brutalidad de una parte de las fuerzas del orden tienen poco que envidiar a veces a lo que vemos diariamente en Estados Unidos.