Las historias del ser humano son bastante simples. Se reducen a todo lo que transcurre entre dos sintagmas: el miedo y el deseo. Para poder comprender esta turbulencia alucinósica que estamos atravesando desde hace cuatro meses hay que recordar que en el principio fue el deseo. Llevábamos 25 años deseándolo todo, sin tregua. Pero en el año 2006, en pleno éxtasis de deseo, en los Estados Unidos de América se produjo una crisis inmobiliaria. Y el deseo se detuvo. Y unos medios de comunicación despegados del respeto a los hechos desataron el miedo en unos mercados que solo toleran la confianza. Y el miedo hizo estallar la burbuja inmobiliaria. Y a los medios de comunicación se sumaron las redes sociales. Y en el año 2007, el miedo se llevó por delante el curioso mundo de las hipotecas subprime. Y así entramos en el año 2008 con una grave crisis económica tan infodémica como globalizada. Y la crisis también llegó a la pulpa de Occidente. Los sistemas democráticos comienzan a ser cuestionados desde los extremos. Y en esas estábamos cuando llegó la Covid-19, la pandemia que nos ha sumido en un drama sanitario y económico. Estamos en manos del miedo. A lo desconocido, al futuro más inmediato, al contagio, a los cambios necesarios para salir del atolladero. Miedo a todo. Tenemos una pandemia desatada sobre la que crece una nueva crisis económica que va a poner a prueba la resistencia de los sistemas democráticos. Una tormenta perfecta hecha de miedos y deseos.

Decía Pavlov que la única forma de encauzar la vida instintiva más básica en los seres humanos era la educación desde la infancia. Porque el cerebro humano está mal diseñado para enfrentarse a los miedos, a la incertidumbre. Se disparan mecanismos inconscientes básicos como la negación o la proyección sobre los que asientan numerosos sesgos cognitivos y respuestas motoras como la agitación o el bloqueo. Si algo tienen en común las crisis señaladas es que han estado causadas o avivadas por decisiones apresuradas o inapropiadas en condiciones de zozobra, de urgencia. Porque el mejor antídoto contra las crisis de pánico o los sobrecogimientos paralizantes es la prudencia, la capacidad para pararse a pensar y reflexionar sobre los datos, sobre los hechos y no sobre las opiniones. Estos procesos que subyacen en la toma de decisiones en situaciones de riesgo fueron estudiados por los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tverski (unos amigos de película).

Kahneman los dio a conocer en su libro Pensar rápido, pensar despacio donde detalla los dos sistemas cerebrales que explican como pensamos: el sistema 1, raudo, intuitivo, emocional, casi automático, no pasa por la corteza, que funciona junto al sistema 2 cortical, más lento, pero basado en la deliberación y en la lógica, que permite tomar la mejor opción entre las posibles. Los primeros en valorar estos estudios y la importancia de los sesgos en la toma de decisiones fueron los economistas y no precisamente para eliminar los sesgos, sino para usarlos de cara a controlar mejor los mercados. El psicólogo Kahneman fue premio Nobel en el año 2002. Pero de Economía. Su discípulo Richard Thaler ahondaría en la importancia de los sesgos del conocimiento y recibió el Nobel en 2017 -Thaler aparece en la película La gran apuesta (2015) jugando al blackjack y explicando la crisis de las subprime a Selena Gómez-.

Así pues, parece que para no sucumbir como barquillas rotas ante miedos y deseos hay que ser prudentes. Desde Aristóteles a la prudencia se llega deliberando y a deliberar se aprende educándose en el método deliberativo, o sea, entrenando. Pero tal vez haga falta algo más para vivir deliberando.

Hace unos días vi un película francesa que viene a ser un corolario de lo expuesto en este artículo. Se titula Los consejos de Alice (Michel Pariser, 2019) y está disponible en casi todas las plataformas televisivas. Un veterano alcalde socialista de Lyon sometido al vértigo de la vida social y de las responsabilidades del cargo se encuentra en crisis, apagado, sin ideas. El hombre tiene conciencia de la magnitud de la crisis de la democracia y de todo lo que traerá consigo. Tipo sensato, identifica bien la raíz de su conflicto y evita psicologizarlo. Contrata de asesora a Alice, una joven que ha estudiado Filosofía sin apenas experiencia laboral. El juego de diálogos que se genera entre ambos es una delicia. Es una conversación rohmeriana, un leve vals de estocadas... La joven filósofa le transmite la necesidad de poner calma en su vida, de relegar a la tupida red de asesores que le rodea, de recobrar su autonomía. Y de que ese cambio y la solución a su crisis de ideas y valores pasa por la recuperación de la modestia, de la humildad, en las relaciones interpersonales. Solo desde la modestia, embridando la vanidad y la soberbia, podremos afrontar los cambios que se avecinan sin destrozar la democracia. Para ser prudentes y poder pensar con el sistema 2 de Kahneman primero hay que atreverse a hacerlo, como estipularon Horacio y luego Kant. Y para atreverse a deliberar hay que llenarse de modestia, "porque hay que devolver el crédito moral a las formas civilizadas de vida" dice el otoñal alcalde protagonista. Ha llegado, pues, el tiempo de la modestia. Ojalá, como se dice ahora, las razones de Alice hayan llegado para quedarse.

(*) Psiquiatra