Casi todas las frases que se leen y oyen desde el arranque de la epidemia comienzan por el sustantivo "los expertos", es decir: personas de gran sabiduría que vienen a ser el equivalente de los antiguos teólogos. Los expertos opinan esto, desmienten lo otro, descubren nuevos ángulos de la situación y establecen la verdad para instrucción de los profanos. En esto se conoce que la ciencia ha sustituido, felizmente, a la religión. De ahí que, a sus modernos sacerdotes, como a los agentes del orden, haya que suponerles la presunción de veracidad. Es cuestión de fe. Quizá por eso sorprenda a los más escépticos que el juicio de los especialistas dependa, a menudo, de los vaivenes de la actualidad. Aquí en España, sin ir más lejos, el más famoso de nuestros expertos sostuvo al principio de la epidemia que no había razón alguna para alarmarse por el coronavirus. A lo sumo iba a producirse algún caso diagnosticado y no habría transmisión local del bicho. Y aún en el improbable caso de que eso sucediera, el contagio sería muy limitado y controlado. Tres meses y muchos miles de casos después, el mismo experto sigue dando consejos a la población, por más que en ocasiones sean contradictorios. Al principio dijo que el uso de las mascarillas no tenía el menor sentido en la población sana (aunque fuese imposible saber quién estaba sano, a falta de test suficientes). Después cambió de opinión para afirmar que sí podrían ser útiles y, finalmente, el Gobierno al que aconseja las declaró obligatorias. Se conoce que las ciencias avanzan que es una barbaridad, según pasa el tiempo. No es el único caso que suscita perplejidades. Patrick Vallance, el experto contratado por el primer ministro británico, Boris Johnson, sostenía que lo mejor es dejar que la gente se contagie hasta conseguir la "inmunidad de rebaño". En consecuencia, aplaudió que las escuelas de su país permaneciesen abiertas y que se disputasen partidos de fútbol con público. Cuanto antes nos contagiemos, mejor para la inmunidad colectiva. Johnson cambió rápidamente de opinión cuando los infectados empezaron a colapsar los hospitales; y su asesor aclaró, dos meses después, que él nunca había abogado por permitir que toda la población se contagiase. Al parecer, el público había entendido mal lo que dijo en marzo y dejó de decir en mayo. Uno de los peores daños colaterales de la pandemia es, como se ve, el que afecta a la credibilidad de los expertos, incluidos los de la Organización Mundial de la Salud. A los demás ya no les hacíamos mucho caso, lógicamente. Los filósofos, por ejemplo, gastan fama de ser especialistas en generalidades, tal que el ministro español de Sanidad. Es filósofo de formación y ocupa esa cartera ministerial del mismo modo que podría ejercer en la de Defensa, en la de Obras Públicas, en la de Educación o en cualquier otro departamento. Lo mismo ocurre con los tertulianos, expertos en todo, que sientan cátedra en los programas de la tele; si bien estos, a diferencia de los otros, no gozan de la presunción de veracidad. Y siempre se podrán justificar alegando que los verdaderos expertos se equivocan casi tanto como ellos. Así empieza a flaquear la fe en los sabios.