En un libro póstumo Manuel Vázquez Montalbán insistía en una vieja definición suya, según la cual el fútbol se ha convertido en una religión permanentemente "en busca de un dios". El dios puede ser Di Stéfano, Cruyff, Pelé o Messi, pero aquí hace tiempo, mucho tiempo que los dioses no salen de las plantillas, sino que ocupan larga y despatarradamente las presidencias de los clubes, como Miguel Concepción en el CD Tenerife y Miguel Ángel Ramírez en la UD Las Palmas, millonarios prototrumpistas que aseguraron que su éxito como pirañas empresariales era la garantía de ascensos meteóricos y vitrinas repletas de galardones. Curiosamente no ha sido así, pero ahí siguen, tal vez porque no hay millonarios que los sustituyan por el momento. Tener un equipo de fútbol, como antaño tener un periódico, ya es melancólica arqueología empresarial. Pues bien, ha llegado la hora de la verdad, la hora de una pregunta grave y trascendental: ¿puede subsistir una religión sin misas, sin ceremonias, con las iglesias vacías y desahuciadas del culto de sus fieles?

Obviamente no. Por eso ambos presidentes, y muy singularmente el señor Ramírez, quieren que los estadios de fútbol, catedrales del balompié, se abran cuanto antes para que puedan celebrarse los santos misterios de las palizas en casa y repartirse los sacramentos de los goles, los penalties y las lesiones. El fútbol es siempre una vivencia emocional colectiva, el tejido vibrante de una frágil identidad entre los precipicios de la gloria y el fracaso, pero también es negocio feroz. Exactamente igual que el catolicismo, por ejemplo. Las sociedades mercantiles propietarias de los clubes pierden mucho dinero -en realidad todo el dinero- con los estadios cerrados. Ni entradas ni derechos de transmisión deportiva ni nada de nada. Cuentan que Ramírez y Concepción -parecen una pareja de Forges- han solicitado una ayuda económica extraordinaria tanto al Gobierno de Canarias como a los cabildos de Gran Canaria y Tenerife. Al fin y al cabo -este portentoso argumento se emplea desde hace décadas- ambos equipos son una suerte de embajadores plenipotenciarios de sus respectivas islas por los infinitos caminos de la competición, y además de abrir los estadios en apenas quince días no debería extrañar que consiguieran perritas extras de las administraciones autonómicas. Y se verá cómo entrenan o se desplazar los equipos de divisiones inferiores y de aficionados entre las islas, pero será después de que el Gobierno deposite su ofrenda en las canastita amarilla y blanquiazul.

¿Y las murgas? Hay que pensar en las murgas y en las condiciones de los locales de la calle de La Noria ¿Habrá carnavales? ¿Los borrachos sabrán con qué se lavan las manos? ¿Se celebrará el concurso? ¿O será solamente una triste exhibición sin público? ¿Se puede hacer justicia social sin público? ¿Los payasos deberán guardar metro y medio de distancia al cantar? Las mascarillas no son un problema. Se les va a entender igual que cuando no las llevan. Algunos murgueros ya han mostrado su rechazo a las medidas sanitarias en el convencimiento de que desde la era de Juan Viñas las murgas son indestructibles. Otros ya trabajan con denuedo y se ha filtrado un cubanito compuesto, probablemente, durante lo más duro del confinamiento, y lleno del ingenio de las fiestas:

Infectado estoy señores

y esto puede ser fatal

pero el covid no me calla

aunque usted lo tome a mal.