En un librero de viejo debió encontrar Vallejo-Nágera un manual sobre cómo preparar sermones. En él se aconsejaba dejar de perorar cuando los parroquianos comenzaran a buscar postura en sus bancos. "Si ves que ellos mueven los traseros, es que no les estás moviendo los corazones", concluía. Meses atrás, el líder tory en los Comunes se echó la siesta en la bancada verde de Westminster mientras se debatía el brexit. Por su gran estatura, tuvo que ocupar al menos tres escaños para tumbarse a la bartola mientras intervenían sus señorías de la leal oposición. Quienes hemos estado alguna vez en esa angosta cámara sabemos calibrar el grado de desafío del portavoz a esa insoportable cantinela de la actual oratoria parlamentaria, vacía de sustancia y colmada de ademanes que desesperan al más pintado.

"Habló menos de dos minutos, quizá por eso fue tan perfecto", comentó el Duque de Wellington al escuchar un discurso del más joven premier inglés, William Pitt Jr. Ese gesto de consideración convertido en arte se ha ido perdiendo en las asambleas legislativas, en las que los cronómetros imponen agotar los turnos asignados a cada grupo, aunque se tenga poco que decir de interés. ¿Han visto a algún diputado renunciar a ese tiempo, o que un aviso luminoso no les tenga que apremiar para que terminen?

Ese abuso de la palabra para cumplir con la cuenta atrás del reloj digital en los hemiciclos permite evaluar las condiciones de nuestros representantes, así como algunos rasgos de suma utilidad en el terreno político. Cualquier sesión del Congreso sirve de inmejorable laboratorio de etiología sobre nuestra sociedad, dejándonos descubrir las causas de muchos de nuestros males.

Entre quienes suben a esos estrados no hay demasiados Castelares, pero sí algún que otro predicador laico. De hablar quedo y tonillo de penene, Campmany hubiera etiquetado a estos personajes dentro de la categoría de los tranquilos energúmenos, como hiciera con otra figura de los noventa. Lo que choca es que los que ahora discursean como pacíficos reverendos franciscanos lo hacían hace nada como incendiarios cantantes de rap, lo que invita a preguntarse por la razón de ser de tan extraña mutación. Un buen amigo apuesta que se trata de un extraño caso de camaleonismo como el del Zelig de Woody Allen, lo que según su opinión podría catalogarse como una inédita patología representativa. Tal vez sea así, pero sospecho que tiene que haber más explicaciones.

Lo que pudiera perseguirse con ese verbo manso y clerical es disimular un mensaje radical envolviéndolo en la racionalidad que suele haber detrás del hablar sosegado. Como todo lo preside el continente y no el contenido, es enteramente posible escuchar barbaridades desde la tribuna que parecen verdades incontrovertibles, en una nueva y calculada estrategia de engaño genuina del populismo. Si a esos modos de soltar disparates con vocecita de presbítero unimos la monumental desorientación que domina a buena parte del personal, el éxito del mensaje quedará garantizado, incluso transformando a un simple extremista iluminado en una equilibrada y excelsa personalidad parlamentaria.

En América, son incontables las cadenas de telepredicadores de credos de lo más pintoresco. En ellas aparece a todas horas un chalado intercalando alaridos con susurros de confesor de monja. Siempre me pregunté si habría audiencia siguiendo esas chifladuras, lo mismo que pienso de esas intervenciones extravagantes que nos brindan hoy algunos desde la sede misma de la soberanía nacional.