El virus no solo nos ha arrebatado la vida de miles de personas. También nos ha mostrado lo frágil que es nuestra libertad. El Gobierno decidió privar a los ciudadanos del derecho a la libre circulación de las personas sometiéndolos a un largo encierro. Aisló a las familias en sus domicilios, separó a los padres de los hijos y prohibió ver a los abuelos, aunque estuvieran agonizando en la cama de un hospital o una residencia. Sabemos que la decisión fue apoyada por el Congreso y que se hizo para contener el contagio de un virus que se les fue de las manos. Pero eso no impide que haya sido una medida enormemente traumática para la democracia. En esta última prórroga de una situación excepcional, merece la pena hacer balance de daños.

A lo largo de esta pandemia hemos sido geolocalizados. Se han barajado datos de los desplazamientos de los ciudadanos a través de sus teléfonos móviles y se está trabajando en aplicaciones capaces de identificar a los portadores del virus: de este o de cualquier otro futuro. Muchas personas han muerto en la más absoluta soledad —muchos de ellos mayores— sin poder despedirse de los suyos. Aún hoy hay hijos que no han podido acceder a los restos de sus padres para darles sepultura: nadie sabe dónde están.

El gobierno sacó a las calles a la policía para actuar con multas y detenciones en el caso de ciudadanos que vulnerasen las instrucciones del decreto del estado de alarma. El problema es que en muchos casos la frontera entre lo que se podía hacer y lo que no se podía hacer era confusa. Las propias autoridades demostraron enormes carencias de criterio: primero despreciaron el uso de las mascarillas como irrelevantes y hoy, solo un par de meses después, amenazan con multas de cien euros a quienes no las lleven en la calle, donde su uso ya es obligatorio.

El miedo tardó en instalarse en el país. A pesar de la campaña de las televisiones —donde el Gobierno inyectó un generoso donativo de varios millones de euros— muchas personas se tomaron a coña lo que parecía un argumento de película de Serie B. Algunos salieron delante del portal de sus casas para grabarse un vídeo jocoso y subirlo a las redes. Y bastantes pagaron con un multazo esa estupidez. Vale, ¿Pero qué daño hacían aparte de demostrar que eran idiotas?

Los telediarios nos informaron de cómo la policía impidió la celebración de actos religiosos en lugares de culto. Sin embargo, el decreto del estado de alarma permitía la celebración de esos actos, condicionados al número de personas y a la capacidad del recinto. En algunos casos la policía interpretó de forma arbitraria qué tipos de productos se podían ir a comprar al súper y cuáles no justificaban una salida. A causa de las violentas discusiones producidas entre los ciudadanos y los agentes, obligados a dar la cara, se han producido detenciones que para algunos juristas son irregulares. E incluso se han hecho denuncias a personas que estaban en la piscina comunitaria de sus casas, que no es un lugar público y que por lo tanto no estaba contemplada como una zona prohibida en el decreto.

Ahora, los policías que nos denunciaron, obligados a actuar sin las medidas de protección adecuada ante el coronavirus, están denunciando a quienes les dieron esas órdenes. Y lo mismo han hecho los sanitarios.

Además, este maldito virus nos ha permitido ver una casta política que vive al margen de la sociedad. Hemos vistos ardientes defensores de la sanidad pública que, al verse contagiados, se ingresaron velozmente en prestigiosas clínicas privadas. Políticos que rompieron la cuarentena, que imponían a los demás, cuando y cómo quisieron. Familiares de importantes cargos públicos, asesores o personal cercano, que fueron sido sometidos a las pruebas del coronavirus cuando ni siquiera estaban disponibles para el personal sanitario. ¿Era más importante un familiar de un político que un médico de urgencias? ¿O ya puestos que cualquier ciudadano que paga sus impuestos?

No sé si de esta experiencia, como dice esa frasecita publicitaria, saldremos más fuertes. Pero desde luego sí más sabios.