No hemos aprendido nada. Todo lo que estamos viviendo durante el estado de alarma tendrá el mismo efecto que una aspirina efervescente: nos quitará el dolor de cabeza un rato, pero la jaqueca acabará volviendo. Los mensajes para luchar contra el cambio climático que inundaban nuestras vidas antes de que el Covid-19 acorralara al sistema sanitario mundial se han rendido a una evidencia fácilmente constatable: esta sociedad no está por la labor de reciclar. Si Sergio Hanquet es capaz de fotografiar un EPI (Equipo de Protección Individual) a unos 40 metros de profundidad frente a la costa de Arona, qué no vamos a encontrar en el aparcamiento de una gran superficie, en una jardinera o abandonado en una curva camino de Taganana. Llevamos muchos días escuchando y, sobre todo, viendo cómo guantes y mascarillas se han convertido en un elemento más del mobiliario urbano. Desconfío de las medidas disuasorias -Santa Cruz, por ejemplo, sancionará con multas que oscilarán entre los 50 y 200 euros a los que muestren conductas incívicas- con las que pretenden meter por el aro a una ciudadanía que aún está a años luz de encontrar la sostenibilidad. Me temo que la salvación está en los policías de balcón. Sí. En los arrestos que puedan tener los más valientes para denunciar a grito pelado un gesto tan cochino.

Las señales que llegan mientras festejamos el Día Mundial del Medio Ambiente no son buenas. Estamos a las puertas, puede incluso que más allá del recibidor, de un proceso de contaminación con el que tendremos que apechugar no se sabe cuánto tiempo: si el periodo de degradación de una bolsa de polietileno oscila entre los 500 y 1000 años; ¡Apaga y vámonos!

Si la marea no nos devuelve la basura, puede que un día, cuando la huella del coronavirus sea menos intensa que la actual, rescatemos las jornadas en las que nos frotamos las manos con geles alcoholizados, debimos mantener una distancia social de dos metros y sufrimos una larga lista de defunciones contemplando cómo una ola nos remueve los tristes recuerdos de la primavera de 2020; la misma estación que premió con el Princesa de Asturias de las Artes la trayectoria compositiva de Ennio Morricone y John Williams. Y es que no deja de ser curioso que en un tiempo en el que todos estamos empeñados en encontrar a El bueno, el feo y el malo, (candidatos hay de sobra en la actualidad local, nacional e internacional), la nueva normalidad se quiera construir sobre los cimientos de dos viejas glorias del séptimo arte.

La semana se va con los ecos de una guerra de guerrillas políticas que tiene en el punto de mira al ministro Grande-Marlaska. Hijo de un policía municipal, el magistrado aparece en el epicentro de un conflicto que se está alargando más de la cuenta, pero, que al igual que otros enfrentamientos previos que se dieron en el_Congreso de los Diputados entre los bandos más poderosos, será un asunto más de usar y tirar. De momento, el hombre que tiene revolucionada a la Guardia_Civil está cumpliendo con el mismo cometido que se le asigna a un par de guantes en medio de la pandemia: evitar el contacto directo con una superficie que pueda estar contaminada. El tiempo dirá si su lealtad a Pedro Sánchez tiene fecha de caducidad o estamos en la antesala de un relevo que apacigüe los ánimos de unos enemigos tan extraños como los que desfilan por la saga de Star Wars. Al final va a ser cierto lo que dicen que la música amansa a las fieras. Esto se está haciendo demasiado largo y la sensación que queda es que los errores se repiten.