Más allá del misterio oculista chino sobre las primeras infecciones la gestión de la pandemia ha recaído durante este tiempo en manos de políticos que han sabido obrar con diligencia frente a una amenaza desconocida y de otros que han reaccionado con negligente imprevisión. Ahora se ven atrapados por la evidencia de las cifras de contagios y mortandad. Un tercer grupo es el de los negacionistas: Trump y Bolsonaro, son los ejemplos más llamativos. Incluso hay movimientos estrafalarios, como el de los llamados "chalecos naranja" en Italia, que dirige un expolicía de 73 años llamado Antonio Pappalardo, que siguen pensando que el covid-19 es un engaño masivo para controlar a los pueblos. Los imprevisores, a veces inducidos por el oportunismo, se han valido como escudo de las "autoridades sanitarias" y de los "expertos" que han secundado como coartada las descabelladas decisiones políticas, en ocasiones desde el anonimato. Un caso palmario es el de la incidencia del 8-M que, por si resultara poco clara, la propia ministra Irene Montero se ha encargado ahora de confirmar con una conversación adolescente mantenida con una periodista de ETB. La charla informal ha salido a la luz de un modo revelador para probar lo que el Gobierno ya entonces se temía por su riesgo palpable y dejó rodar de forma manifiestamente irresponsable. Entre desescaladas de muertos, contagios y una aceleración de última hora, España se prepara para unas últimas fases de la emergencia sanitaria que, al paso que vamos, podrían durar entre veinte y quince minutos. Es lógico preguntarse cómo se compatibiliza todo ello con la insistencia en prorrogar el estado de alarma más que en ningún otro lugar del mundo. ¿Mecánica de poder? ¿Postureo? ¿A qué viene seguir restringiendo las libertades básicas cuando ya estamos todos en movimiento? La respuesta está en la urgencia partidista del Gobierno.