Siempre he creído que el hecho de llamar a las personas por su nombre es un gesto de respeto y empatía. Tal vez sea porque, a mi juicio, los interpelados se sienten reconocidos y hasta especiales, en el buen sentido de la palabra. Sin embargo, no son pocos quienes rechazan un detalle tan simple y, a la vez, tan rentable desde un punto de vista social. A menudo aluden a la falta de memoria, a la inconveniencia de no mantener las deseables distancias o, sencilla y llanamente, a una falta de interés verdadero por el prójimo. Tampoco es que les deseen ningún mal, pero un individualismo mal entendido les impide romper una lanza a favor del acercamiento y por propia experiencia garantizo que no saben las satisfacciones que se están perdiendo en el terreno de la comunicación.

Infinitamente más importante que llamar a las cosas por su nombre es hacer lo propio con las personas. Y es que, si a nuestro tradicional empeño por recurrir a los eufemismos para trastocar el significado de los conceptos, añadimos la creencia de que conocer los apelativos de quienes forman parte de nuestro entorno es una ocurrencia peregrina, me temo que nos estamos autocondenando a un universo frío y despersonalizado en el que las máquinas y los robots vayan a convertirse en nuestros únicos compañeros de viaje.

A este respecto, una amiga muy querida compartió hace algún tiempo conmigo una anécdota sumamente reveladora. En el transcurso de un examen, una docente universitaria indicó a sus alumnos que dejaran para el final de la prueba la primera pregunta del cuestionario, de contenido desconocido. Posteriormente supieron que consistía en anotar el nombre de algunos trabajadores de su Facultad, tales como conserjes, señoras de la limpieza o camareros del bar. La profesora llevó a cabo el sorprendente experimento con el fin de demostrarles la importancia de conocer a quienes pertenecen a nuestro entorno más directo, a veces incluso diario. Sin embargo, muchos de sus alumnos se decantaron por responder otra pregunta alternativa, pues aquella primera les generaba miedo y desconfianza.

Creo que vale la pena recapacitar. Hombres, mujeres, niños y ancianos que se cruzan día a día en nuestro camino no son maniquíes que forman parte de una escenografía teatral y, a buen seguro, responderían encantados al ser llamados por su nombre de pila. Algunos, incluso, lo llevan prendido en un chapa identificativa, para facilitarnos todavía más la labor. Yo, desde luego, me emociono cuando me presento ante un desconocido y al poco tiempo ya se dirige así hacia mí. Me parece una de las vías más rápidas y efectivas de establecer un contacto fuerte y duradero y de fomentar vínculos de toda índole, además de una fórmula altamente eficaz para integrarse en un grupo, establecer lazos de amistad e influir positivamente en los demás.

Abundando en esta idea, también el concepto de liderazgo descansa en gran medida sobre esta condición de dirigirse a todos y cada uno de los miembros de una colectividad por su nombre, en hacerles sentir relevantes y en tratarles con el debido respeto. Por ello, es lógico que empresas y organizaciones se apunten a esta corriente personalizadora, en la que no basta con conocer exclusivamente a los altos directivos, sino también a los mandos intermedios y a los empleados del resto de departamentos, imprescindibles también en el organigrama. Pocas siembras dan mejores frutos que la de trazar un camino de ida y vuelta en el que los demás nos traten como les tratemos nosotros. Si dispensamos educación y cercanía, pronto comprobaremos la cantidad de puertas que se abrirán a nuestro paso. Y, ya que por el momento no podemos abrazarnos, no renunciemos a la gran oportunidad de demostrarnos una proximidad humana para la que, a menudo, el mero hecho de llamar a una persona por su nombre lo cambia todo.