Cuando Jaime sacó un notable en las calificaciones de matemáticas todos pensaron que se había copiado. Un alumno afincado al suspenso, inquieto y algo problemático jamás podría sacar nota en una asignatura tan compleja. Estudió y aprobó, pero en el murmullo de su clase de Primero de Bachillerato importaba más la percepción que la propia realidad, porque, al final, la verdad es lo de menos. Mohamed llegó hace siete años. Ingeniero en Senegal y ayudante de cocina en el sur de la isla con un sueldo para sobrevivir. Es y será siempre el objetivo de los seguidores de la posverdad, aquellos que intencionadamente o sin quererlo sucumben a la distorsión deliberada de una realidad en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones emocionales. Cuántas veces lo acusaron de quitar el trabajo a los canarios. "No puede ser que vengan de fuera a ocupar lo que nos corresponde, somos españoles y no lo podemos permitir", vociferan desde los estrados convertidos en peluquerías, supermercados o barras de bar. No importa que la población extranjera ocupe los sectores más vulnerables, así como los trabajos menos cualificados que rechazan los españoles, o que apenas un 16% de los usuarios de los servicios sociales son extranjeros, a pesar de que más de dos millones de personas no nacidas en España están afiliadas a la Seguridad Social. La verdad es lo de menos, y poco podemos hacer por cambiar una idea preconcebida que refuerza el argumentario simplón. Arron Banks, el mayor donante de la campaña a favor del Brexit, dijo una vez que "los hechos no funcionan; tienes que conectar con la gente emocionalmente". Y así es cómo la mentira y la intoxicación se transforma en el mecanismo ideal que funciona de lo más bajo a lo más alto, interclasista y para todos los bolsillos. Es la mentira y la manipulación clásica, desde los tiempos de la democracia ateniense cuando los filósofos cavilaban sobre el concepto de verdad. En el año 2016 Donald Trump comenzaba su andadura en la posverdad asegurando de forma categórica y sin pruebas que su sede en Nueva York había sido interceptada por órdenes de Barack Obama. Sin importar que el FBI negara tales incriminaciones, continuó con su campaña de desprestigio aupado por unos seguidores a los que poco les importaba verificar si era real o no. Lo mismo ocurre con la ultraderecha en España y el circo de acusaciones y estadísticas falseadas o inventadas que tienen como objetivo principal dar argumentos al ejército de votantes: ellos saben qué necesitan oír y cómo emocionar; solo es dárselo. La clave está en la desinformación con la intención de generar incertidumbre y distorsionar la visión de la realidad para beneficio propio o colectivo. Existen muchas mentiras en torno a la posverdad. The Economist, The Guardian y The New York Times han convertido esta idea en una de las claves para explicar el esplendor de los populismos, la victoria del Brexit y la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump. Como denominador común, aparece la figura del maquiavélico Steve Banon: la mano invisible del populismo y alter ego de los nuevos dictadores 3.0. Como explica Diego Rubio en su obra La política de la posverdad, "bajo el toque lastimero de una corneta dorada, los analistas han anunciado el fin de la honestidad y el comienzo de una nueva era de posverdad, en la que el debate estará dominado por las emociones y los prejuicios del votante y no por la opinión de los expertos o la evidencia empírica". La lucha se antoja complicada cuando se evoca a los sentimientos. Va a ser imposible convencer al racista que los inmigrantes no colapsan la sanidad; es una tarea casi perdida. Tampoco entrará en razón el explotador que entiende que la economía ultracapitalista es un sistema que elige a los mejores, una cuestión de selección natural. Se olvidan que la economía está manejada por hombres. Ya algunos medios han dado un paso hacia la posverdad, y las redes sociales son el polvorín que faltaba. Al final, la verdad es lo de menos.