Cuando alguien se acuerda de la madre del rival, o del padre, es que la cosa se está poniendo fea. Ocurre en las peleas barriobajeras de los adolescentes y en las riñas de borrachos a los que se les va la fuerza por la boca. En los momentos de mayor ofuscamiento no se encuentra mejor forma de hacer daño al contrincante que mentarle a la madre, o al padre. Antes se ha pasado por los cagamentos que hacen temblar a la corte celestial, por el desafiante "sujétame el cubata", por el desafiante "no tienes€ lo que hay que tener". Y cuando la vena gorda está a punto de reventar, llega el momento de mentar a la madre, o al padre. Ahí se cruza la línea decisiva, la que precede a la tragedia, la que señala el punto de no retorno. Como cuando el gallo de pelea deja ciego a su oponente, tras sacarle los ojos y convertirlo en una presa fácil. A ese punto ha llegado la política española. Y lo peor es que se ha alcanzado en el peor momento. Para el mayor desafío de la historia se necesitaba el mejor gobierno, y la mejor oposición, de la historia. No ha sido así. Los casi 30.000 muertos ya no lo verán. Los que aún están en la UCI o en la habitación de un hospital no tienen cuerpo para un espectáculo así. Los que han perdido el trabajo están demasiado ocupados intentando cobrar sus prestaciones. Por no hablar de quienes hacen cola en los comedores sociales, con urgencias mayores que asistir a una pelea de gallinero. Una de las sentencias más sensatas de esos meses aciagos -también las ha habido- la pronunció la ministra Calviño: "Nos pagan para solucionar problemas, no para crearlos". En esta crisis se han solucionado problemas, pero también se han creado muchos. Crea problemas el que enciende el miedo elucubrando sobre golpes de Estado, quien ve en la Guardia Civil y en el Ejército cuerpos golpistas e ignora su labor durante la epidemia, quien se preocupa porque una diputada sea marquesa o deje de serlo, quien reprocha a otro "ser hijo de€", quien debate a estas alturas sobre si el FRAP fue un grupo terrorista o dejó de serlo. Todo esto sucede en un país en estado de emergencia y de luto oficial. Quienes se distraen ahora con los marquesados y los pronunciamientos decimonónicos no demuestran ni estar acuciados por la emergencia ni afligidos por el luto. Ejemplaridad es una de las primeras cualidades que debe exigirse a un político. ¿Si ellos roban, por qué no voy a ahorrarme yo el IVA? ¿Si ellos montan altercados por qué no voy yo a recriminar al de la cacerola? ¿Si ellos mismos no creen en los símbolos del Estado -llámese bandera o Monarquía- por qué no puedo yo ultrajarlos? No están llevando a las instituciones lo que es normal en la calle, como decía Suárez. Están trasladando a la normalidad de la calle lo que es normal en el hemiciclo y en el corral de las redes sociales, tan frecuentado por nuestros próceres. Nuestros políticos, la mayoría de ellos, deberían tomar nota de aquella advertencia del segundo presidente norteamericano, John Adams: "La democracia nunca dura mucho. Enseguida se desgasta, queda exhausta y se inmola". La nuestra, la más larga de nuestra historia, ya está en la crisis de los 40 y con achaques severos que hacen temer una mala vejez. El peligro no está en eso de lo que nos alertan los políticos, anclados en la prehistoria: el comunismo, el fascismo, la nobleza, el golpismo. No nos distraigan: el peligro está mucho más cerca, en los hospitales, en las residencias de ancianos, en la cola del paro o en la de los servicios sociales. Y también -todo hay que decirlo- en los brotes nacionalistas y populistas. Hagan caso a John Adams y cuiden de la democracia, no la deterioren, no jueguen con ella. A diferencia de las dictaduras, en las democracias los pueblos son dueños de sus destinos y por tanto capaces de lo mejor y de lo peor. Recordaba el padre de la patria americana que "nunca ha habido una democracia que no se suicidara". En la nuestra, hemos empezado a atisbar síntomas preocupantes.