En la estupenda entrevista que le hizo Pablo Suanzes al gran Adan Przeworski hace unos días el politólogo reconocía que, hasta la presente crisis, siempre había confiado en la solidez de las instituciones democráticas. Ahora no. Ahora debía rendirse a la evidencia: las instituciones democráticas son más débiles de lo previsto y no han dejado de fragilizarse en los últimos años. Cabe detectar cierta ingenuidad porque existen Estados democráticos en los que están abiertos procesos para desmontar las democracias liberales desde dentro a través del propio sistema jurídico. Lo que ocurre en Estados Unidos lo demuestra. Por supuesto que el racismo es el pecado original de la democracia estadounidense y atraviesa transversalmente todo los grandes problemas y conflictos del país: la pobreza y la marginalidad, la calidad educativa, la destrucción medioambiental, el urbanismo o la seguridad pública. Pero es que desde la reconstrucción posterior a la Guerra Civil los estados del sur y centro del país se ocuparon de desarrollar leyes e implementar reformas normativas para dificultar el acceso al voto de la población negra y, en la medida de lo posible, mantenerlos como ejército laboral en condiciones de precariedad. Después de los cambios impuestos por las administraciones de Kennedy y Johnson -incluyendo la ley de Derechos Civiles de 1964- los estados reaccionaron intensificando sus esfuerzos discriminatorios. Actualmente hay estados -y condados- donde los afroamericanos pueden verse obligados a presentar hasta ocho documentos distintos para acercarse a una urna. Al mismo tiempo se ha extendido la manipulación en el diseño y rediseño de las circunscripciones electorales para bloquear mayorías de cambio. Si quieren una descripción histórica de este espeluznante proceso de secuestro de la voluntad popular puede encontrarlo en el libro Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt.

Casi nadie recuerda ya la policía patriótica de los felices tiempos de Jorge Fernández Díaz como ministro del Interior, un grupo de mandos y agentes que trabajaban por Dios y por España, es decir, por y para el PP. Casi todos están ya jubilados o a punto de jubilarse. Actuaron con una impunidad inaudita bajo la protección del señor ministro. Entre sus múltiples servicios se recordará su delicada manera de hozar en Cataluña para encontrar focos de corrupción en el independentismo (y particularmente en ERC) con una actuación propia de una policía política. Este vomitivo escándalo fue lo que llevó a Pedro Sánchez a asegurar el pasado año que con un Gobierno socialista estaba garantizada la profesionalidad de la policía y la independencia del poder judicial. Y eso es, precisamente, lo que ha quedado en entredicho con la destitución del coronel Pérez de los Cobos por el ministro Grande-Marlaska. Un documento del propio ministerio del Interior evidencia que el coronel de la Guardia Civil fue removido de su puesto por no facilitar a sus superiores políticos información sobre una investigación de agentes bajo su mando ordenada por la autoridad judicial. Una investigación que afectaba al propio Gobierno y a su delegado en la provincia de Madrid y de la que Pérez de Cobos no podía ni debía informar a nadie.

Grande Marlaska debe dimitir, como debió hacerlo Fernández Díaz, y por las mismas razón: porque no podemos seguir tolerando, ni por supuestos criterios de eficiencia ni por supuestas simpatías políticas, la degradación imparable de las instituciones democráticas, la separación de poderes y el Estado de derecho.