Si damos por sentado que vivir es la mejor forma de morir, pareciera que los representantes políticos -a la política como abstracción no la representa nadie- han optado por recorrer el camino inverso. Tanto es así que el debate de las ideas agoniza en brazos del raquitismo intelectual. Al Congreso custodiado por dos leones con pinta de estar cada vez más hambrientos lo preside el ambiente petrificado de una cámara mortuoria, un aire de ensimismamiento que solo se rompe momentáneamente, cuando se producen extrañas trifulcas entre grupos de zombies con maquillaje. A buen seguro que, si se ordenase revisarles la piel, aparecerían las marcas que suele dejar la adicción a esos enfebrecidos chutes de indignidad que gustan de inyectarse en vena. A tal punto ha llegado esta verborrea ansiosa, que en vez de seres humanos con una persona dentro, aparecen desdoblamientos habituales en personajes del realismo mágico: una marquesa de lengua bífida, un guapo camaleón que apunta canas, un "hijo de terrorista" con coleta de terrorista y amigo de más terroristas, un golpista con barba que no tiene cullons -me encanta como suena en catalán- para llevar a término ese, en teoría, deseado golpe, por no hablar del solitario depredador comunista con el cerebro aumentado.

Pero no todo son aviesas intenciones y puñaladas por la espalda, porque en el fondo están luchando con uñas y dientes por el bien de algo llamado España- incluida una cosa a la que le dicen Canarias- hasta llegar a inmolarse en la purificación del gran sahumerio que amenazan provocar.

Cualquiera podría llamarlos maniacos irresponsables y exigirles que rindan su voluntad, más nuestro deber, como gladiadores ciudadanos, nos obliga a mirarlos a los ojos y cumplir el mandato en voz alta: ¡Ave democracia! Morituri, te salutant.