Sorprende que la Consejería de Derechos Sociales del Gobierno de Canarias anuncie que sigue adelante con su proyecto de renta ciudadana, "para cumplir el mandato del Estatuto de Autonomías". Sorprende, sobre todo, por el origen de la financiación de esta ayuda por parte de un Ejecutivo que hace poco más de un mes debió suscribir una póliza de 1.700 millones de euros para hacer frente a sus obligaciones financieras (sobre todo, pago de las nóminas y de los proveedores). La viceconsejera Gemma Martínez ha anunciado incluso que la ley que regulará la renta ciudadana podría entrar en el Parlamento el próximo mes de septiembre. Todo esto es sorprendentemente fantasmagórico y se convierte en puro poltergeist cuando la señora Martínez explica que no habrá problemas de financiación "porque todo el mundo está de acuerdo con este nuevo instrumento" y el Banco Central Europeo comprará "toda la deuda que haga falta" al Gobierno español.

Los dos principales inconvenientes que los expertos encuentran en el ingreso mínimo vital que acaba de aprobar el Gobierno español es su relación con los programas de rentas mínimas que se desarrollan en las comunidades autónomas y en las escasísimas y (sobre todo) abstractas referencias a los incentivos al empleo. Los programas de rentas mínimas que mejor funcionan disponen de incentivos al empleo lo suficientemente rígidos para evitar trampas y lo suficientemente flexibles para adaptarse a empleos parciales, por ejemplo. El profesor Conde Ruiz ha puesto un ejemplo sencillo. Si una familia tiene los ingresos del padre, que llega a 915 euros, solo podría acceder a 85 euros del ingreso mínimo vital de 1.000. En este caso, ¿por qué no dimitir y optar a los 1.000 mensuales íntegros, con alguno de mis hijos haciendo alguna chapuza, y recibiendo otro tipo de ayudas, por ejemplo, de las administraciones locales?

Las llamadas prestaciones de último recurso están muy extendidas por Europa. Responden a varios modelos organizativos, pero no sustancialmente distintos, y se complementan a menudo con subsidios y apoyos económicos al alquiler o a la calefacción. Lo que ocurre es que solemos olvidar los contextos: los compromisos de deuda del Estado, el PIB per cápita y lo que es más relevante quizás, los derivados de las política económica. Alemania, por ejemplo, dispone de un sistema de ingresos contra la pobreza y la exclusión social que se han incrementado en los últimos meses, pero se caracteriza igualmente por su elevado nivel de inversión pública en infraestructuras, educación, energías alternativas o investigación y desarrollo. El empleo generado disminuye los fondos para las ayudas de emergencia. Una política keynesiana es esa: compromiso de recursos público para la creación o el mantenimiento de la actividad económica con unos tributos que mantengan un estado de bienestar eficiente y eficaz.

El flamante ingreso mínimo vital español cubrirá a 850.000 familias con un coste de unos 3.000 millones de euros anuales, bastante lejos de lo necesario según un informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, que estima en 1.800.000 familias en España en situación de pobreza severa. Es una medida imprescindible que deberá ampliarse a medio plazo, pero desde la corresponsabilidad de las comunidades autónomas y estipulando claramente incentivos para el empleo y cursos para mejorar la empleabilidad. Pero una economía moderna, compleja y eficiente no puede eliminar disfuncionalidades y costes sociales indeseables a base de subvenciones y ayudas estiradas hasta el infinito. Eso no es un escudo social, sino un chicle imaginario.