El Consejo de Ministros ha establecido luto oficial durante diez días desde el martes pasado, día 26 de mayo y hasta el próximo viernes, 5 de junio. Las banderas de los edificios públicos y de los buques de la Armada ondean a media asta. Habrá un acto de homenaje final presidido por el Jefe del Estado en reconocimiento de las víctimas del Covid-19 en nuestro país. Aunque en España, a diferencia de otros países de nuestro entorno, no tengamos establecido un protocolo oficial, el Presidente del Gobierno nos ha indicado en qué va a consistir este luto nacional por aquellos que han perdido la vida como consecuencia de esta pandemia inesperada y que nos mantiene aún a todos en estado de alarma.

El luto, más que un color es la muestra externa de los sentimientos de pena y duelo ante el fallecimiento de un ser querido. No los conocemos a todos, pero los queremos y nos duele y apena que se hayan muerto en estas circunstancias: muchos de ellos sin poder recibir la despedida exequial de sus familiares y sin tener un entierro en forma normal. Nos duele y nos apena. Pero los sentimientos ante aquellos que han muerto no son los mismos si aceptamos o no que tras la oscura puerta que se cierra al apagarse la vida natural hay espacio o no lo hay para nuestra existencia. No se trata de reivindicar una religión, sino de abrir espacio a la trascendencia que responde a nuestra naturaleza humana.

Porque si no existiera este espacio y si cerrada la puerta la nada fuese el futuro, no tendría sentido homenajear a quienes no existen. Pero nos rebelamos a esta inexistencia de sentido, porque sabemos que nuestras aspiraciones son más grandes que nuestras evidencias. Hay certezas que navegan en los mares de la incertidumbre y que nuestro corazón barrunta. La esperanza razonable es un hecho que despierta en nosotros un alivio lógico. Y sentimos que tiene sentido hacer luto, y que tiene sentido reclamar a la bandera que grite, a media voz, susurrando, que es posible la existencia contemplada con ojos ampliados por la esperanza.

Esa expectativa natural cobra tonos de certeza cuando aceptamos el testimonio de la palabra de Jesús de Nazaret que les dijo, y por tanto, nos dice que «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; me voy a prepararles sitio» (Jn 14, 1-5). Tantas como necesarios espacio para quienes han sido atados a la naturaleza humana y han sido redimidos por su amor de entrega. Y la esperanza barruntada se convierte en esperanza cierta. Y la bandera nacional a media asta se complementa con la bandera de la vida enarbolada hasta el extremo gritando que todos ellos no se han ido del todo, que siguen estando y esperando a quienes vamos de camino.

En Cáritas diocesana de Tenerife hemos tenido mucha suerte pese a que el voluntariado de nuestras acogidas parroquiales tiene una edad que los convierte en personas de alto riesgo. Hemos tenido dos fallecimientos: un voluntario en Santa Cruz de La Palma al que se le rompió el corazón de amor infartado, y la coordinadora de La Cuesta que murió por un cáncer en tiempos de pandemia. No murieron por el Covid-19, sino en tiempos del Covid-19. Y aunque no es por ellos este luto nacional, si es mi luto particular que los quiere unir a aquel otro.

Suelen decir, y estoy de acuerdo, que uno muere como vive. Y puede haber muertes elocuentes que nos gritan el sentido de la vida, como puede haber vidas anodinas que nos señalan la elocuencia de la muerte. Este luto nacional debería ser una ocasión para replantearnos el sentido de la vida y compartir el tiempo de nuestra vida con quienes necesitan un trozo de nuestra actividad voluntaria.

El mejor homenaje posible es nuestro compromiso voluntario.

(*) Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife