Yo me esperaba casi cualquier cosa en la celebración del Día de Canarias de 2020, pero la cruel realidad superó las peores alternativas. La tentación propangadística era demasiado fuerte y no pudo ser superada. Así que se empezó por agendar para el mismo día 30 de mayo la firma de un pacto político: un dislate abracadabrante e inimaginable entre personas adultas. Porque el Día de Canarias, como suelen ser estas onomásticas oficiales, es una jornada de exaltación de la unidad alrededor de lo que se comparte entre todos y un pacto político no consigue habitualmente la unanimidad. En esta ocasión no rubricaron el documento ni el PP ni Ciudadanos. Se incrustó así, con un martillazo arbitrario, un acuerdo no suscrito por todos en una festividad unitaria e integradora. Es torpe, es impertinente y, sobre todo, ha sido plenamente innecesario.

Luego está esa ocurrencia de dedicar uno de los Premios Canarias a todos los isleños. Porque, se lo digo por si aún no lo sabe: es usted, amable lector, Premio Canarias desde el pasado sábado. Le corresponde una alícuota parte del galardón y puede exhibirlo imaginariamente en el recibidor de su casa, simbolizado, no sé, por un pequeño tonique. No lo ponga en la cocina porque de eso no va a comer. No se trata solamente de la evidencia de que un premio que se concede a todo el mundo no se concede a nadie. Es que ningún gobierno puede arrogarse el derecho a premiar en bloque a los ciudadanos a los que sirve en el marco de un sistema democrático. No está de más recordar que los ganadores de los Premios Canarias los propone un jurado y es el jefe del Ejecutivo quien refrenda tal propuesta. Es decir, que ha sido el señor Ángel Víctor Torres quien rumbosamente nos ha premiado. Pero no. Somos nosotros, los ciudadanos, los que, en todo caso, premiamos o castigamos a los gobiernos a través de los procesos electorales. Ciertamente los Premios Canarias han sido manoseados en el pasado, pero emplear este reconocimiento para una altisonante acción de peloteo universal por el Gobierno autonómico es una patochada nada inocente y difícilmente superable.

Last but not least está el propio discurso del jefe del Ejecutivo. Torres podía haber optado por practicar una pedagogía sincera o resumir de manera sugestiva el pacto que tanta reunión paternal le ha costado. Podía haberse dirigido a aquellos cuyo concurso será más prioritario para encararse con la recesión brutal que ya se nos echa encima. Desafortunadamente eligió la épica microscópica, pero para ser Aragorn arengando a las tropas le falta facundia, melenas al viento y buenos guionistas. Así que el presidente se empecinó en advertir que el coronavirus no podrá con nosotros, no nos pondrá de rodillas y no nos arrebatará el futuro. Como me decía una amiga ligeramente irritada, el futuro no es arrebatable: estará ahí siempre, aunque nosotros no estemos. Antropomofizar un virus para cantar las excelencias de un pueblo que jamás se ha rendido ante la adversidad es un recurso que debiera evitarse en una circunstancias tan delicadas y graves como las presentes. Porque por supuesto que nos hemos rendido. Muchas veces. Como todos los pueblos. La retirada se llamó emigración y era, como la llamaría Aragorn, una estrategia de supervivencia inteligente. Ahora nos está vedada. Debemos quedarnos aquí y compartir entre todos el Premio Canarias. Felicidades.