Lamento mucho que el título de esta columna lleve directamente al omnipresente reality, porque la intención es otra muy distinta.

Yo vine aquí a decir que, por primera vez en mi vida, me siento como una superviviente y eso que tengo la edad suficiente como para haber superado crisis grandes y pequeñas, como las que les pienso contar si siguen leyendo.

Sobreviví, cuando todo barruntaba lo contrario, después de nacer rota como una muñeca de porcelana. Se ve que mis padres, sin saberlo, aunque primerizos, eran expertos en kintsugi, (ya saben, esa técnica ancestral japonesa de recomponer lo roto y señalar las grietas con oro), porque su tenacidad logró que se pegaran mis piezas y, de aquel percance que pudo habernos costado la vida a mi madre y a mí, salí fortalecida. Y más bella también, cosa fácil, porque creo que mi padre cuando me vio se daba cabezazos contra la pared. Cómo sería el espectáculo.

Sobreviví en el colegio al bullying y en la adolescencia a mí misma. Y a las maldades de mis pares, que ya se sabe que en esos años, aquel que es cruel lo es con toda la saña que da creerse inmortal.

Mucho tiempo después, sobreviví a una balacera entre bandas, intentando bajar del Cerro de la Popa al centro de Cartagena de Indias. Cuando el taxista que nos llevaba y las dos amigas que me acompañaban se agacharon y empezaron a rezar, pensé que allí quedaban mis treinta sin cumplir. Y, como no me acordaba de ninguna oración, que habría sido lo pertinente, me puse a cantar entre dientes el Químbara de Celia Cruz por ver si se me pasaba el miedo o se obraba un milagro. A mí no se me pasó la película de mi vida por delante, sino el ruido de la última vez que había bailado en carnavales, lo cual parece que hizo su magia.

He sobrevivido a cosas que ya no recuerdo y a otras tantas que ya no quiero recordar, pero nunca, hasta hoy, había tenido esa sensación tan acusada y tenaz de ser una superviviente, y, como tal, una privilegiada en todos y cada uno de los sentidos.

Haber logrado que mi madre se mantenga a salvo de contraer el virus que, en su caso, sería una condena segura; tener la posibilidad de salir adelante, por más difíciles que se hayan puesto las cosas —que se han puesto—; contar con redes familiares y de amigos y no tener que exponerme, a diario y a todas horas, a la posibilidad de contagiarme, me han procurado una mezcla de alivio y conciencia de la propia fragilidad, que hasta ahora no había sentido con esta fuerza.

No pretendo que nadie comparta ese sentimiento, claro, ni se me ocurre compararlo con el que deben tener ahora mismo todos aquellos que han salido salvos —si no sanos— de las UCI del país, o quienes han pasado en casa el virus, sabiéndose afortunados por que no les haya atacado con saña.

Pero, en mi caso, ha servido para manejar, de mejor manera, las emociones iniciales de sorpresa, estupor, rabia, enfado, tristeza, miedo, angustia.

Y, por si se lo preguntan: no, no creo que esta pandemia nos haya hecho mejores ni nos vaya a hacer más fuertes. Por eso, precisamente, pienso que colocarnos mentalmente en ese lugar, sabernos supervivientes con todo lo que ello conlleva, nos puede hacer más bien que mal.

Coda prosaica: si buscamos en google "supervivientes coronavirus" no sale ninguna de las historias de esperanza que necesitamos leer y escuchar. Salen los protagonistas del show que nombro al principio. Y con eso también tendremos que lidiar.