Como aquella canción del Dúo Dinámico (qué se le va a hacer...) "el final del verano llegó y tú partirás"... parece que ponemos the end a la película, mala, muy mala, de la desescalada, al menos para media España. Y con ella parten muchas cosas a las que estábamos apegándonos, que no el bicho, que es un turista accidental que nos ha cogido gusto, apegos a los que algunas personas se aferran cual si vivieran presas de un particular síndrome de Estocolmo.

Y entre la vuelta a la normalidad, nueva o de segunda mano, abandonaremos el teletrabajo. O lo abandonaremos escalonadamente. O lo incorporaremos de manera suave o extrema -según compañías o necesidades- a una cultura de empresa que en nuestro país era fundamentalmente presencial. No sabes a lo que puedes acostumbrarte hasta que te toca. Y ha resultado que podíamos registrarnos laboralmente como ciudadanos de pleno derecho del siglo XXI, aunque a muchos efectos seguíamos en el siglo XX.

Teletrabajar parece haberse convertido en el paracetamol societario. De una amplia minoría. De la cualificada. Una vez más y para un aspecto más, el teletrabajo solo aplica a esa sección de la sociedad que siempre juega con las cartas de ganar. Solo por pensar y ponerlo en la mesa, los médicos, las enfermeras, los farmacéuticos (que, por cierto, de ellos nos acordamos poco) la cajera del supermercado, el repartidor, el recogedor de las basuras... no pueden teletrabajar. Ya es una mala jugada del destino que sean y hayan sido precisamente quienes están al servicio de la sociedad quienes más exposición tienen y han tenido al contagio del covid-19.

Pero es que además son profesionales que, muy cualificados o incluso poco, no han tenido posibilidad siquiera de trabajar desde casa. Frente a ellos, el resto, sociedad, pero en su mayoría no servidora, los que podríamos denominar camisas blancas que han podido cambiarse a la camiseta de fin de semana y seguir desempeñando la jornada laboral. Y a lo grande, porque trabajar desde la ofigar (oficina-hogar) es, ya se ha dicho hasta la saciedad, no parar, no desenchufar, estar todo el día al pie si no del cañón, sí del ordenador, cuando no del móvil.

El teletrabajo parece haber llegado para quedarse en mayor o menor medida, pero no es la panacea universal. O no para todo. A nivel psicológico, el cuatroparedismo podría convertirse en un nuevo mal producido por permanecer tantas horas en el mismo espacio; por no hablar de las personas que viven en muy pocos metros cuadrados y no digamos si lo hacen en soledad (aunque ahora que lo pienso, ¡igual es peor con niños pequeños! A nivel social, las plataformas de videoconferencia nos han salvado la vida, pero ya sabemos que hay vida más allá del ordenador. Y que hay un más allá de todo, el de la economía, estúpido, qué diría Clinton.

Es ese factor el que pone en un torpe equilibrio la teoría "panaceista" del teletrabajo. Porque una sociedad teletrabajadora sufriría una mayor paralización transitoria de afectación económica. Por ejemplo, a taxis, cabifys, gasolineras, cafeterías, restaurantes, por supuesto inmobiliaria, al poner en riesgo el alquiler de oficinas. Pero también una paralización de transportes colectivos, trenes, aviones, caterings, con sus negocios añadidos. Y, además, de los comercios de ropa o calzado, porque si no va a verme nadie, o no de cintura para abajo..., por no hablar de los ligados a la estética, para qué negarlo...

Y todo ello al margen de las voces que apuntan a que el teletrabajo volvería a poner la carga de la casa en las mujeres, que la conciliación no era eso, pero es harina de otro artículo.

Así que antes de temer por abandonar la casa, antes de sufrir shock post teletraumático, pensemos en lo que mueve salir a trabajar. Cada contribución cuenta. La de uno es mínima. La de millones, gigantesca.

Y el cambio, la transformación son sociales... pero o son individuales o no serán.