Siempre he sido una enamorada de las palabras. Hasta la locura. El paradigma por excelencia de la estudiante de Letras puras y duras. De las de Latín y Griego. Por eso, la constante prostitución semántica de los conceptos, amparada en su supuesta interpretación, me llena de tristeza e indignación a partes iguales. Y lo cierto es que la actual coyuntura política de mi país, que tanto me duele, me obliga a volver a formularme de nuevo la peliaguda cuestión de si se puede amar a España sin que a una le tachen de facha. Convendría, pues, clarificar qué se entiende hoy en día por "España" y qué por "facha", más que nada porque la lengua castellana viene siendo objeto de frecuentes e inmisericordes ataques y una ya no sabe a qué carta quedarse en lo tocante al significado real de los vocablos.

En cualquier caso, lo que todavía queda de España (gélidamente denominada "Estado español" en las últimas décadas), pese a sus numerosas virtudes, padece algunos defectos que le perjudican sobremanera. Los españoles, por desgracia, somos muy dados a enfrentarnos en dos bandos, reminiscencia de una guerra civil fratricida de la que no hemos aprendido casi nada. Por esa razón, nos encanta clasificarnos en azules o rojos, españolistas o nacionalistas, madridistas o culés, creyentes o ateos, machos o afeminados, racistas o integracionistas€, y encajamos con dificultad la saludable opción de mezclar dichos aspectos. Al parecer, la gama de grises nos parece altamente sospechosa. Aquí, los comunistas no pueden creer en Dios, ni los conservadores renegar del Altísimo. Tampoco se considera normal ser de derechas y estar a favor del matrimonio homosexual, o de izquierdas y manifestarse en contra del aborto. Y, por supuesto, ser un auténtico independentista implica preferir que ganen todos y cada uno de los equipos que se enfrentan a La Roja.

Si a ello se añade que, desde el principio de los tiempos, la especie humana se ha enzarzado en una sucesión de luchas y contiendas que han dado lugar a los distintos Estados que conforman el planeta, cualquier ciudadano con un mínimo de criterio debería saber que los pueblos son lo que son en virtud de la herencia de sus invasores, posteriormente reconvertidos en pobladores. En nuestro caso particular, íberos, celtas, romanos y árabes -entre otros- han dejado sus huellas culturales, artísticas, religiosas y sociológicas sobre cuantos territorios se extienden desde Galicia a Andalucía, desde Cataluña al País Vasco o desde las Castillas a Canarias. Sin embargo, la obsesión patológica de un cada vez mayor número de políticos por manipular los sucesos históricos en su propio beneficio les ha servido para poner el acento en lo que a los ciudadanos nos separa en vez de en lo que nos une, que, mal que les pese, mucho y bueno. Así nos luce el pelo, ignorantes de nuestra Historia verdadera, que apenas tiene que ver con la que, fruto de los complejos que arrastramos desde la Transición, están aprendiendo nuestros jóvenes en los centros escolares de las diecisiete autonomías.

Es obvio que sentimientos tan íntimos como los del amor y la pertenencia a una patria nacen del corazón y no deben ser impuestos. Pero difícilmente pueden brotar si una bandera y un himno continúan, de una parte, asociándose insistentemente a oscuros episodios del pasado y, de la otra, apropiándose de forma excluyente. En ese sentido, resulta muy doloroso y vergonzante contemplar a tantos gobernantes incurrir en la imperdonable irresponsabilidad de, en lugar de rescatar y defender sin fisuras nuestro acervo común, optar por fracturarnos socialmente y anteponer exiguos elementos diferenciadores con el único afán de seguir detentando el poder o de alcanzarlo en el futuro. Limítense a respetar la legalidad vigente y a honrar a este gran país que tanto ha costado construir. Ideologías al margen, millones de hombres y mujeres creemos que otra España es posible, sin que demostrar nuestro amor por ella se convierta en motivo de insulto.

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