Algunos ayuntamientos y comunidades de España van a contratar a "policías de playa". Policías de orilla, oiga señorita que al rubio ese va a tener usted que ligárselo a más distancia. La tal policía vigilará aforos y que se cumplan las medidas de seguridad e higiene. Esperemos que no nos sancionen a los que somos un poco dados a la excentricidad en cuanto a bañadores. Téngase en cuenta que nuestras playas necesitan color después de tanta grisura y confinamiento. Habrá que desarrollar un cuerpo legislativo acerca de las sandías en la orilla y sin duda seremos inmisericordes en pedir su concurso frente a los que tienen la afición, no de jugar a las paletitas, sino de jugar a las paletitas a un metro de uno, con la consiguiente intranquilidad que se te mete en el cuerpo. El pelotazo en la frente es seguro. La policía de playa no está para regañar a los peces, ni para bronquear a las nubes que se interpongan entre el sol y nosotros. No pueden reñir a la luna si sale pronto ni hacernos un control de alcoholemia cuando cursamos el trayecto de la toalla al agua. Hay que dotarlos de megáfonos, que además de que oímos lo que nos interesa, se nos mete con frecuencia agua en el oído y no escuchamos nada de nada. Hay que tener temperamento adecuado para ser policía pero para ser policía de playa hay que tener termostato en condiciones: mucho calor. No deben llevar gorro. Ni gorra de plato. Los policías de playa han de estar versados en idiomas, dado que ya no sabemos cómo decirle a este señor que no pegue tanto su toalla a la nuestra. La serie Los vigilantes de la playa hizo mucho daño. Sobre todo a los que no la vieron. Perpetuó un tópico: la gente piensa en chicos y chicas en bañador rojo con un aparatillo ortopédico que llevan todo el rato y con el que se lanzan al agua, una especie de mini tabla como de surf. Pero eso eran socorristas, no policías, aunque Pamela Aderson tenía mucha autoridad: era capaz de que te quedaras quieto frente a la tele una hora mirándola. A la tele y a ella. Hacen falta policía de playas y además esto va a crear empleo. No hay nada más triste que el otoño de un vigilante de la playa. Tal vez patrullen para conminar al mar a que no se mueva de sitio o para vigilar que los poetas de paseo marítimo puedan continuar contemplando gloriosos atardeceres en los que un sol rojizo se desangre en el horizonte. La policía de playa podría estar más atenta cuando me quieren cobrar ocho euros por una hamaca y yo le daría potestad para decirme échate crema cuando estuviera rojo como un melocotón. Cuando estuviera como un tomate deberían mandarme a mi casa o mejor al chiringuito, lugar al que harían bien los policías de la playa en ir de vez en cuando a tomar un refresco, a asegurarse de que ninguna ola muera impunemente y a vigilar que en los espetos todas las sardinas parezcan de plata.