De repente, a media tarde, se me ocurrió que un café con hielo me pondría a salvo de todo. Necesito continuamente cosas que me pongan a salvo de todo: por ejemplo, la herencia de un admirador que en el lecho de muerte llama al notario y cambia su testamento a mi favor. Y de repente tengo una fortuna, dinero a manos llenas, casas de veraneo en Suiza (aunque quizá las casas de Suiza sean para pasar el invierno, no sé). Fincas llenas de vegetación tropical atravesadas por dos o tres ríos trucheros (aunque ignoro si las truchas son compatibles con el clima tropical). Áticos en las mejores avenidas de Madrid, Barcelona, Nueva York. Un avión particular, claro. Yates, no. Los yates no me gustan, me parece que son de mal gusto y aspiro a ser un millonario decente. Si estuvieran incluidos en la herencia, me desharía de ellos. Se los donaría a Open Arms.

Las fantasías de riqueza se resumen rápido (ya lo han visto: en un párrafo), pero elaborarlas lleva su tiempo, sobre todo si uno empieza a detenerse en los detalles. A mí me gusta mucho amueblar fantásticamente las cocinas irreales de mis áticos imaginarios. Tengo uno que da a la Quinta Avenida de Nueva York, cerca de Central Park. Me ha venido a la cabeza porque acabo de leer una autobiografía de Woody Allen en la que aparece ese ático. Solo que no es mío, es suyo. Por error, sin duda. Bueno, ahora tampoco es suyo porque lo vendió en vez de regalármelo. Desde sus terrazas se ve toda la ciudad. Cuando nieva, parece que estás dentro de una de esas bolas de cristal que usamos como pisapapeles y en cuyo interior nos gustaría vivir. La cocina, decíamos. La cocina de ese ático de mi propiedad tendría unos 500 metros cuadrados y la encimera sería de mármol blanco y la pila tendría una trituradora de residuos y en ella haría prácticamente la vida, pues también tendría un rincón para cocinar a fuego lento mis novelas.

Esa cocina que solo está en mi cabeza me pone momentáneamente a salvo de todo. Cuando vuelvo a la realidad, me deprimo un poco, pero que me quiten lo bailado. Hay otros días, como el de hoy, en los que la salvación consiste en prepararse un café con hielo. Y funciona. De hecho, me lo acabo de poner y he logrado enderezar una tarde torcida.