Mientas los llamados "transhumanistas" como el israelí Yuval Noah Harari, sueñan con la posibilidad de que el hombre logre vencer un día a la muerte, un minúsculo agente patógeno se ha encargado de mostrarnos nuestra extrema vulnerabilidad.

Harari presumía en su superventas mundial Homo Deus de que, "gracias a un crecimiento económico fenomenal, que nos garantiza una abundancia de víveres, de medicamentos, de energía y materias primas, hemos logrado dominar el hambre, las epidemias y las guerras".

Y se deshacía en elogios de los laboratorios de investigación que disponen de nanorobots capaces de navegar un día por nuestro sistema sanguíneo, identificar las enfermedades y acabar con los agentes patógenos y las células cancerosas".

La misión de la bioingeniería consistiría, en la exaltada imaginación de Harari, en "reescribir" el código genético del homo sapiens, recablear sus circuitos cerebrales, modificar su equilibrio bioquímico, incluso hacer que en él crezcan miembros nuevos".

Pero ha bastado un minúsculo virus para dar al traste con todos esos sueños de ciencia-ficción: la pandemia del Covid-19 nos ha devuelto a la dolorosa realidad. Los muertos se cuentan por decenas de miles, las economías de todo el mundo se han desplomado y las colas de hambrientos en el mundo rico son cada día más largas.

He recordado estos días unas palabras que me dijo hace ya muchos años el gran poeta de la generación beat, Allen Ginsberg, en una entrevista que le hice en Nueva York: El planeta tiene el sida.

Eran los años en que hacía estragos sobre todo entre los homosexuales otro terrible virus y el autor de la obra Aullido quiso utilizar esa palabra como metáfora del lamentable estado del mundo bajo la economía capitalista y el armamentismo.

Como señala el francés Serge Latouche, uno de los actuales apóstoles del "decrecimiento", parece que esta nueva crisis es por su especificidad y su amplitud "un revelador particularmente fuerte de las patologías de nuestra sociedad del crecimiento, productivista y consumista".

Si bien el nuevo virus no es letal en la mayoría de los casos, aunque se desconoce todavía los daños a medio y largo plazo que produce en los órganos de los infectados, ha creado el caos en estructuras sanitarias insuficientemente preparadas a pesar del carácter previsible de este tipo de patologías con antecedentes como el SARS, la fiebre aviar o el MERS.

Ocurre que en España, en Italia, en Francia, en el Reino Unido y en tantos otros países europeos -los Estados Unidos merecen un capítulo aparte- las políticas neoliberales y la cura de austeridad impuesta por Berlín y Bruselas han ido poco a poco desmantelando el Estado benefactor y los sistemas de salud construidos tras la Segunda Guerra Mundial.

La crisis provocada por este coronavirus ha puesto de manifiesto una vez más la extraordinaria fragilidad de nuestras sociedades, afirma Latouche, que recuerda que hace ya tiempo que los ecologistas nos vienen advirtiendo de que una sociedad volcada en el crecimiento a toda costa acabará chocando contra el muro de los límites ecológicos del planeta.

La agricultura productivista está dedicada a una especie de guerra contra la naturaleza. La deforestación, por ejemplo, la invasión de espacios todavía vírgenes, el comercio muchas veces ilegal de animales salvajes hacen que se franqueen las barreras entre especies, favorecen la mutación de los virus y su paso del animal al hombre como ocurre con los coronavirus.

Se trata de un comportamiento claramente depredador que trata al planeta como un simple objeto de explotación en lugar de considerarlo un organismo vivo al que cuidar en beneficio de las futuras generaciones.

Por otro lado, cuanto más crecen nuestras sociedades en complejidad tecnológica, cuanto más aumentan las interconexiones e interdependencias tanto de las personas como de los países, más aumenta la vulnerabilidad de los sistemas a cualquier imprevisto.