Estamos asistiendo a un estudiado y planificado cambio del discurso político, con la introducción de nuevas categorías lingüísticas, para explicar, disculpar o proponer el plan para la transición hacia lo que han llamado una nueva normalidad. De la mano del Covid-19 se han inventado la palabreja desescalada, como antónimo de escalada, para escenificar un nuevo tiempo, el que ellos quieren imponer. Para su explicación no se ha ido a lo clásico, conveniente y acertado, como disminución, bajada, declive, declinación u ocaso, no, se ha ido al invento subjetivo, queriendo utilizar la novedad para una situación original, con la clara intención de provocar una nueva etapa, completamente alejada de la anterior. Se trata sencilla y peligrosamente de implantar un mesianismo político, basado en una pretendida sobrevaloración de las capacidades de estadistas de los actuales responsables públicos gobernantes. Hay mucho interés por borrar el pasado reciente de nuestra historia política, caracterizada por la ejemplar Transición democrática, basada en el consenso, anulando cualquier referencia a sus protagonistas. Todo tiene que ser nuevo, incluso el lenguaje. Ya no sólo con la utilización maximalista del mismo por la ideología de género, sino también, desde las altas esferas del poder ejecutivo, donde se imponen las referidas incorporaciones al discurso político como obligatorias, a través de su implantación mediática. La maquinaria propagandística, medios de comunicación y redes sociales, ayudan a su expansión rápida y sobre todo, omnipresente.

Ahora se nos intenta inocular lo que han denominado nueva normalidad, que tiene una carga de profundidad evidente, siendo el principio de un periodo novedoso, con nuevas reglas, normas y comportamientos innovadores. Lo lógico hubiera sido apelar a la vuelta a la normalidad, la que se tenía antes de la llegada del virus, como lo más sensato y oportuno. El Estado social y democrático de Derecho que se implantó con la Constitución de 1978 está gravemente amenazado. Desde la excepción se intenta cambiar el contrato social que tan buenos resultados ha cosechado en nuestro país en las últimas décadas, por la puesta en marcha de mecanismos normativos intermedios, reales decretos u órdenes, que van debilitando el edificio constitucional, cambiando las reglas e imponiendo la ideología del pensamiento único. Es el Gran Hermano en su esencia. Apartarse de la regla, de lo común, es lo que denominamos excepción, utilizándose para casos extremos de dificultad o problemática añadida. Nunca debe convertirse en una forma cotidiana, porque puede llevar a consentir comportamientos indeseables o dictatoriales. Para los políticos, por lo menos, para lo que nos quieren imponer ese pensamiento único asfixiante, gobernar sin ningún control es su mayor aspiración. No podemos quedarnos quietos y menos tranquilos, cuando se pretende mantener por una larga temporada el estado de alarma. Lo que se pretende es implantar un nuevo orden, aprovechando la excepcionalidad provocada por una crisis sanitaria, que ha ido acompañada de verdaderos estímulos intimidatorios para debilitar la fortaleza de la sociedad.

La lucha contra el coronavirus está sirviendo de coartada para intentar cambiar las reglas establecidas, la restricción de derechos fundamentales por las circunstancias sobrevenidas nunca puede significar la limitación de los mismos y menos aprovechar estas circunstancias para introducir nuevo ordenamiento jurídico a todas luces con intenciones partidistas. Cuidado con la involución de derechos y libertades, pero también, con la paralización artificial del sistema productivo, que traerá unas consecuencias económicas y sociales de incalculable valor. No se puede tener confinado indefinidamente al tejido empresarial, porque tenemos que producir para vivir. Las empresas tienen que volver a su actividad cotidiana lo más rápido posible, para mantener el empleo, crear actividad económica y comenzar la reconstrucción.