Nunca vi la pistola que decían que tenía guardada en un altillo, cubierta de polvo, olvidada allá arriba desde que, cuando iba a empezar la guerra, alguien le dijo que tenía razones para defenderse llegado el momento.

Luego fue llevado a la cárcel, como republicano socialista, y fue sacado de ella por las insistencias de su mujer. Cuando le preguntabas por la guerra y cómo ésta lo había dejado, explicaba, sin rencor, con decisión, rabia y melancolía, que esa contienda que rompió su vida creativa y la de los suyos lo había dejado como un gallo al rojo vivo.

Él tenía modo de ser rojo: siguió trabajando, en oficios humildes, como maestro de francés o como empleado de una empresa de gasolinas, y siguió animando a los suyos, a sus compañeros de lucha, a sobrepasar la tentación de la venganza. Fue, en esa juventud que le quedaba, después de los peores momentos de la posguerra, amigo de muchos amigos que se habían ido del lado progresista de la historia; nunca dijo de ellos sino lo que tuviera que decir, sin alzar la voz ni para el más leve insulto.

Puso en manos de la vida pasada las tentaciones del rencor y jamás lo escuché elevar a grado de inquina las heridas habidas en su vida. Éstas no formaron parte siquiera de los numerosos libros o de los muy variados artículos que escribió en la prensa canaria (en EL DÍA de Tenerife, principalmente) o en la prensa española (Ínsula o Triunfo) o americana (La Nación de Buenos Aires). Fueron textos arraigados en el conocimiento autodidacta, que fue adquiriendo a raíz de su vocación literaria.

Antes de la guerra fue cronista de fútbol, y ahí se hizo su apellido, un diminutivo afrancesado, Minik, de su nombre propio. Luego, con otros compañeros preclaros, se juntó en una aventura singular en el mundo de ese momento, la singladura surrealista. Juntos hicieron una revista que, como él, tenía la mirada divertida, es decir, no fija en una obsesión estética sino abierta a los nuevos aires (también políticos) que se acercaban a la vida de su generación.

Él había nacido el 24 de mayo de 1903, hace ahora 117 años. Su singladura vital se desarrolló siempre en Santa Cruz de Tenerife, que fue el pueblo de su amor y de sus paseos. Sus casas siempre fueron, como él, elegantes y humildes, chiquitas, adecuadas para los libros que fue buscando, comprando, cuidando como si fueran un jardín republicano. Ese rojo vivo de su sangre política tuvo, tras la muy larga y triste posguerra, la compensación ética, humana, de ver a los suyos en el poder.

Tuve la ocasión de verlo muchas veces, de escucharlo, de sentir el calor de sus entusiasmos, pero nunca (sino una vez) lo vi indignarse hasta el punto del exabrupto o el silencio. Los que estuvimos a su alrededor éramos personas muy variadas, unos creían esto y otros creían lo otro. Ninguno de nosotros (ninguno) puede decir de veras que alguna vez quiso el maestro inclinarlo del lado de sus posiciones, estéticas o políticas, y las tenía bien firmes. Entre sus modos de ser estaba, de veras, el liberalismo humanista de raíz británica. Él era un británico de apetencias, hasta sus desayunos, sus viajes, su modo de preguntar, era británico. Y lo era de tal manera que hasta la Reina Isabel, que era una chiquilla cuando él la vio subir al trono, le resultaba intocable.

Como buen anglosajón, era puntual, sus citas eran acontecimientos, y sus propias citas con la ciudad y con la vida eran costumbres que él se tomaba a rajatabla. Mientras pudo no dejó de dar, sobre el mediodía, su paseo desde la casa hasta el muelle, pasando por el Kiosco Conchita de la Rambla mal bautizada para comprar Le Monde.

Tenía un código de ventanas en su casa terrera: si no quería recibir a nadie entreabría la cristalera, y si estaba disponible, a eso del atardecer, cerraba del todo. Aquella casa fue sucesivamente de todas las generaciones que quisieron saber de él, de su hospitalidad y de sus opiniones. Amaba Santa Cruz sobre todas las cosas terrenales (las espirituales eran su mujer, Rosita, sus creencias y su tiempo) y le dedicó a la ciudad en todos sus aspectos muchas horas de su pluma (que durante años fue un lápiz que caía como una cascada de razón sobre papeles finos como la tela de cebolla). Escribió muchos libros, de los que nunca le escuché una vanagloria. Uno de esos libros nace de una conferencia radical, La condición humana del insular, donde retrata lo que nace de las islas, y por eso es también su autorretrato.

Por la ciudad que amó han pasado muchos alcaldes, muchísimos. Ninguno de ellos, ninguno, que se dice pronto, ha tenido la decencia de poner el nombre de Domingo Pérez Minik, que es el maestro del que hablo, naturalmente, a esa calle que en su tiempo tuvo el nombre de un militar y que ahora mantiene el nombre simbólico, depende de para qué, de El Perdón.