Según parece, ese término tan mentado y deseado llegará con tanto sigilo y sorpresa como la misma pandemia que, en distintos grados, nos tiene confinados. Si en un suspiro nos vimos amenazados por una neumonía atípica, mortífera y exageradamente contagiosa que, declarada en China, presentó su primer episodio en La Gomera, es justo y hasta lógico que, en otro, nos encontremos con la ansiada normalidad por sorpresa y puede ocurrir que, como en las largas semanas de canguelo, no nos sepamos comportar.

La otra tarde -en un descanso de morder esquinas, malhacer chapuzas y pasear del sofá a la nevera- observé signos de la proximidad aparente de la seguridad sanitaria y la paz social que se demanda por los curritos de a pie y por quienes, desde distintos despachos y sillones, mandan en sus esferas y la procuran, con tanta convicción y tanta distancia como los personajes de Brecht (El que dijo sí, el que dijo no).

Los signos del advenimiento de la cotidianidad perdida los observé en la contabilidad de la tragedia -sesenta muertos no son nada, como los veinte años del tango de Gardel- y en la vigencia del debate bizantino -los intereses partidarios están por encima de la vida y de la muerte- porque en cuanto aumentaron los desescaladores las cosas fueron como antes de la prolongada cuarentena.

Con las buenas cifras y los malos modos, como ha sido en los últimos tiempos, dos líderes sólidos -el vasco Urkullu y el gallego Feijoó- concertaron, como antes de la pandemia y con encuestas favorables ambos, sus respectivas citas electorales para el próximo 12 de julio, onomástica de León I, el Magno, papa y santo. Estaba cantada la coincidencia pero no la prontitud. Torra, o sea Puigdemont, es prudente en las peticiones y Ayuso, con apoyos, muestra un variado repertorio de acciones y reacciones.

Marchamos imparables hacia la normalidad; la que teníamos antes del Covid 19 -habrá que sacarla del género y darle mayúscula- y, aún sin público, nos anuncian fútbol y volvieron a las calles los aguerridos pensionistas de Bilbao, pioneros de las reivindicaciones.

Sólo unas imágenes -y no eran de Celtiberia- rompieron los augurios de la normalidad cercana: una hermosa e insólita Venecia sin turistas -treinta millones y tres mil millones de euros al año- con las góndolas vacías en los canales limpios y los gondoleros callados y cabreados.