Todos los sectores y subsectores económicos reclaman ser salvados por el Estado. El Estado, por supuesto, es una manera elegante y respetable de llamar al Gobierno. También los medios de comunicación. Con una economía casi paralizada no cabe esperar la recuperación de la inversión publicitaria a medio plazo. Tal vez nunca. Hace unos días, según mi fea costumbre, visité a varios kiosqueros. Me señalaron los periódicos amontonados frente a sus narices y sentenciaron:

-La gente hasta tiene miedo de tocar los periódicos. Creen que el virus está ahí, entre los titulares.

-Como siempre.

-¿Cómo siempre qué?

-Nada, nada.

Se me antoja muy poco probable que ese temor desaparezca para siempre. No lo hará. En cambio es muy posible que la honda y estructural crisis económica a la que nos ha arrastrado la crisis sanitaria acelere la desaparición del papel como soporte informativo (y publicitario). Vamos a emigrar exactamente como en la última gran glaciación, la conocida como Edad de Hielo, los hombres y mujeres debieron emigrar hacia el sur. Otros lo hicieron hacia el este, por ejemplo, atravesando el estrecho de Bering, totalmente congelado durante varios miles de años y llegando a América. El destino es hace tiempo internet, pero no para practicar los viejos hábitos en una tierra nueva. No hay nada que comer durante el camino y en cambio puedes ser devorado en cualquier momento por tigres dientes de sable, es decir, por las grandes plataformas tecnológicas y por la potencia informativa, desinformadora y publicitaria de las redes sociales. Sin periodismo puede practicarse la política -en este país la hubo durante cuarenta años- como puede desarrollase una economía, pero difícilmente puede sobrevivir una democracia.

El periodismo contemporáneo se basó siempre en un contrato entre periodistas, empresarios y lectores. Dudo mucho que la publicidad regrese tampoco como soporte que mantenga un modelo de negocio periclitado y que hace años daba muestras de agotamiento. El pacto se debe refundar entre las empresas periodísticas y los lectores. La gente que protesta por los muros de pago establecidos por los medios de comunicación en la esfera digital no comprenden -como muchos periodistas- ni las dimensiones ni la velocidad de los cambios. No podremos instalarnos nunca más en una tranquilidad que nos permita ponernos las pantuflas y disfrutar de tardes libres y fines de semana suministrados por una mediocre nevera de reportajes almacenados. La lucha por la inmediatez será terrible, pero si se siguen leyendo periódicos -o como se quieran llamar- será por la resurrección del reporterismo, por ofrecer análisis y diagnósticos interesantes y seductores, por convertir tu oferta informativa en un eje de relaciones incesantemente renovadas con otras publicaciones y otras ventanas.

No hay nada seguro, sin embargo. El periodismo puede perder perfectamente, como las democracias parlamentarias y los sistemas de bienestar social pueden entrar en una obsolescencia económica, cultural o ideológica. Pero no queda otra que intentarlo, y si dentro de diez mil años encuentran en la red un cadáver helado que lleve una noticia o una columna bien escrita y guardada en el bolsillo.