Lo de la desescalada no está en el DRAE pero sus doctos redactores la incluirán en breve ya que se oponen a instaurar para los neologismos la práctica, aplicada a los cuerpos de los reyes, del pudridero: unos cuantos años antes de darles la sepultura definitiva. Que, en el caso del neologismo, es su ingreso, después del rodaje entre los riscos y guijarros del habla, en el Diccionario, al fin y al cabo la sepultura más milagrosa que pueden tener las palabras por cuanto les permite resucitar cada vez que son usadas por el poeta. Lo que me indigna es que la voz "reborondo /a", bien oronda y que circula por los escritos de los vanguardistas y los escritores sicalípticos, no acaba de ser acogida en el cuadro de honor de nuestra lengua, allí donde el verbo se hace litúrgico y sacramental.

Pero a lo que voy en esta hora de tantas tribulaciones es a conseguir adeptos para introducir otra novedad: la "desescuelada". Podría definirse como "acción y efecto de desescuelar" siendo desescuelar "evitar o suprimir la escuela".

Creo que es el detalle que le falta a la sociedad sobre todo ahora cuando son palpables los esfuerzos beneméritos que se están haciendo para conseguir que el fútbol vuelva a nuestra cotidianeidad más cotidiana. Ya que este objetivo estamos a unos minutos de alcanzarlo a base de emplear las filigranas de la ciencia solo nos queda un desafío: el de "desescuelar". Es decir, evitar la escuela a las tiernas criaturas que hasta ahora se han visto obligadas a frecuentarla como consecuencia de unos prejuicios abominables.

Por algún sitio lo dejó consignado Oscar Wilde: "la educación en Inglaterra no sirve para nada y menos mal porque, de lo contrario, sufriríamos desórdenes públicos permanentes en el centro de Londres".

Ahí quieren llegar nuestros actuales gobernantes. Y les asiste toda la razón. No hay más que seguir las comparecencias de la máxima responsable, una destacada señora ministra conocida por manejar formas embrionarias de la oratoria.

Por ellas, quiero decir, por sus rudimentarias explicaciones, tomamos nota de que hoy procede la clase presencial, mañana no; hoy no habrá exámenes, mañana sí pero poco, exámenes cortitos, con chuletas, que desgasten lo justo; se organizará la selectividad pero que nadie se alborote, será poco selecta?; el tercer trimestre puntúa, el tercer trimestre no puntúa; el paso de curso será generalizado o a lo mejor particularizado; se podrá elegir colegio o quizás no; suprimiremos la concertada pero solo un rato; daremos religión o preferiremos idólatras? A alguien, a algún espíritu crítico hacia ella, le puede parecer todo esto un tiovivo de incongruencias, a mí me parece la estrategia más adecuada para alcanzar el fin que propongo: la "desescuela". Por eso la defiendo.

Aprendamos a buscar de una vez la nobleza moral de la ignorancia y la filosófica sobriedad de la incultura. Es obligación nuestra encontrarlas removiendo entre saberes y silencios.

Hablamos mucho -y con solidez en ocasiones- acerca de la contaminación, del cambio climático, esas estrellas del vistoso firmamento de nuestros afanes colectivos, pero nos olvidamos, ay, de la contaminación que produce la enseñanza, criadero donde florece la planta de la pedantería. Y a esta, a la pedantería, a la impertinencia de quien se las da de sabihondo porque ha ido a la escuela, procede aplicarle sin misericordia el hierro candente de nuestro desdén.

"Desescuelar" es restablecer el orden eterno de la Naturaleza, es desterrar la arrogancia de quien frecuenta los libros, es impedir el tránsito por un despeñadero que, en un descuido, nos hunde en el despropósito de pretender votar sin prejuicios sectarios en las elecciones. ¡Y hasta ahí podíamos llegar!