Utilizando la certera fórmula con la que el desgraciado Joseph Roth resumió el nazismo, al coronavirus podríamos otorgarle el tenebroso título de "filial del infierno en la Tierra". No es más que uno de los muchos demonios infernales. Concretamente, el trozo de peste que nos ha tocado en la lotería de la Historia. Pandemia gravísima, pero lejos, muy lejos, a pesar de su tragedia, de las pestes negras aniquiladoras de otras épocas. Dice un párrafo de Tocqueville en su magistral Recuerdos de la revolución de 1848: "Creo -y que no se ofendan los escritores que han inventado esas sublimes teorías para alimentar su vanidad y facilitar su trabajo- que muchos hechos históricos importantes no podrían explicarse más que por circunstancias accidentales y que muchos otros son inexplicables; que, en fin, el azar? tiene una gran intervención en todo lo que nosotros vemos en el teatro del mundo, pero creo firmemente que el azar no hace nada que no esté preparado de antemano. Los hechos anteriores, la naturaleza de las instituciones, el giro de los espíritus, el estado de las costumbres son los materiales con los que el azar compone esas improvisaciones que nos asombran y nos aterran".

Hablando de demonios, procede dar un salto a Viena, la cuna de la serpiente, única ciudad del planeta, según K. Kraus el Grande, cuyas calles están adoquinadas con cultura. Quizá por eso germinó allí, a orillas del Danubio azul, una de las cosechas más grandiosas de escritores y sabios: los judíos vieneses, cuyo último representante, G. Steiner, nos ha dejado para siempre hace un par de meses, hierbas maravillosas que fueron arrancadas de cuajo y murieron desparramadas por el mundo en un drama dantesco. En uno de los libros que escribió desde Nueva York, uno de esos judíos escapados de la gran quema, bioquímico que rozó (y probablemente mereció) el Premio Nobel, y hombre ya olvidado, de nombre Erwin Chargaff, cuenta una historia infernal, una de las miles y miles que acontecieron: su madre, Rosa Silberstein, dulce, suave y con un corazón lleno de misericordia, con 65 años de edad, estando muy enferma y prácticamente ciega, fue arrancada por los nazis, sin razón ni motivo, de su casa de Viena en 1942 para llevarla a un campo de concentración en Polonia, donde, gaseada y convertida en humo y ceniza, desapareció para siempre sin que nadie sepa hasta hoy ni cuándo ni dónde pereció, y sin que su hijo, que desde América hizo todo cuanto pudo por salvarla, lo lograse por culpa de un nefasto cónsul americano y un despiadado médico vienés. En el epicentro de estas tragedias siempre hay un impresentable sobredimensionado. Esta es una minúscula historia dentro de la gran Historia Universal, loco carrusel en el que aún vamos montados dando vueltas. Explicó aquel que fue considerado un día el "princeps philosophorum", el Sr. Hegel, la notable teoría siguiente: las épocas de felicidad son en la Historia páginas en blanco. Y, por si no nos hubiese quedado claro, añade: la marcha de la Historia, en su gloria y esplendor, aplasta a veces florecillas inocentes con las que se topa en su imparable y progresivo avance, sin tener nunca en cuenta ni la felicidad de las personas, ni la de los pueblos. Y en ello estamos: asistiendo estupefactos a cómo miles y miles de florecillas inocentes han sido destripadas por la asquerosa pata implacable y paquidérmica de la Historia. En España llevamos unas cuarenta mil florecillas aplastadas. Lo resumió muy bien Burckhardt: "Somos una pobre gota frente a las grandes fuerzas del mundo". Así ha sido y así sigue siendo. Aunque lo olvidemos.

O sea, el coronavirus. Que obedece a las leyes que impone la impertérrita marcha darwiniana de la Naturaleza: lo más fuerte acaba con lo más débil. Podemos elevarnos a la categoría. Gibbon: "La historia es poco más que el registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad". Y Shakespeare en Macbeth, en el más glorioso monólogo sobre la vida y la muerte que se haya recitado nunca sobre unas tablas: "Todos nuestros ayeres han iluminado engañosamente el camino hacia la polvorienta muerte? La vida no es sino una sombra efímera, un mísero actor que se pavonea presuntuosamente y que consume su hora en el escenario, y después ya nunca más habla. Es un cuento narrado por un cretino, lleno de ruido y furia, que nada significa". Y Gibbon otra vez: "En los últimos días del Papa Eugenio IV, dos de sus sirvientes, el culto Poggio y un amigo, ascendieron a la colina del Capitolio, se sentaron entre las ruinas de columnas y templos, y desde ese lugar elevado contemplaron la perspectiva extensa y variada de desolación. El lugar y el asunto proporcionaban amplia perspectiva para moralizar sobre las vicisitudes de la fortuna, que no perdona a ningún hombre ni a las más gloriosas de sus obras, que entierra imperios y ciudades en una fosa común". Todas estas reflexiones son muy antiguas. Nada tiene el hoy para sorprenderse del alma gélida de la Historia. Maquiavelo ya había advertido, siglos antes de Tocqueville, lo que pasa cuando ponemos nuestras vidas en manos de ciertos Sultanes que nombran cónsul a su caballo: "Pues donde los hombres tienen poca virtud, la fortuna demuestra más su poder, y como ella es variable, así mudan las repúblicas y los estados a menudo y cambiarán siempre hasta que no surja alguien tan amante de la antigüedad que regule las cosas de modo que la fortuna no tenga motivos para mostrar su poder en cada momento". Y en otro lugar, "los hombres grandes son siempre los mismos en cualquier situación en la que les ponga la fortuna? Muy diferente es el comportamiento de los hombres débiles, que se envanecen y embriagan en la buena fortuna, atribuyendo todo el bien que poseen a su propia virtud, cuando ni siquiera saben lo que es eso". Está más que claro. Las crisis son situaciones de profunda "tasación del mundo", es decir, de evaluación de nuestras vidas, individuales y colectivas, tormentas de la Historia que nos revelan con crudeza nuestras debilidades y, por decirlo así, destapan nuestros "lujos mentales". Esas falsedades que se nos agarran al alma como garrapatas y que acaban arrastrándonos a las creencias más absurdas y, con ellas, al abismo. Lo resumió muy bien Hume: pensamos que es posible "parar el océano con un haz de ramas". Así que lo que nos ha pasado es que el tsunami que es el mundo se ha llevado por delante la mitad de lo que somos y de lo que tenemos. Cuarenta mil vidas. Resulta que un invisible virus ha perforado el suelo de nuestras certezas como si fueran de cartón piedra, y las ha degradado a lo que eran, ficciones. Y ha roto en mil pedazos el esquema vital sobre el que sosteníamos nuestra existencia. Éste: a) que el mundo no puede soltarse de las cadenas con las que le hemos aherrojado; b) que la muerte, personal y general, no existe si convenientemente logramos olvidarla; c) que nuestro saber, medicina y ciencia son castillos inexpugnables; e) que pisamos suelo firme. La realidad es otra: pisamos siempre arenas movedizas. La fragilidad ilimitada. Lo advirtió Paul Valery, "el abismo de la Historia es suficientemente grande para todo el mundo?, una civilización tiene la misma fragilidad que una vida". Y nosotros empeñados en considerarnos señores y dominadores del mundo. "Vanidad de vanidades y todo vanidad", según el antiquísimo diagnóstico del Eclesiastés.