Una vez asistí a un mitin de Julio Anguita, por los noventa, su época de gloria política y mediática. En dos minutos nos relató la historia de la Humanidad como si fuera un testigo presencial, en minuto y medio argumentó la incuestionable superioridad del comunismo como ética común y proyecto político emancipador y sentadas ambas premisas llegó enseguida a la conclusión: había que sacar del Gobierno a Felipe González. Felipe era lo peor de lo peor y el PSOE ya no es que fuera socialdemócrata -es decir, una estafa decorativa- sino que actuaba como una fuerza reaccionaria. La alternativa era IU, e incluso mencionó la expresión sorprasso, extraída caprichosamente de experiencia política italiana, porque allí el PCI tenía verdaderas oportunidades de adelantar a la Democracia Cristiana, no al minúsculo Partido Socialista Italiano. Cuando me he enterado de su muerte he recordado a Anguita indignado, reclamando para así la categoría de izquierda secuestrada por los socialistas, que llevaban más de una década engañando a la gente, nosotros somos la izquierda, la izquierda de verdad, la izquierda popular?

En las elecciones de 1996 IU alcanzó su techo histórico, 21 diputados, un 10% del voto emitido. Un porcentaje muy similar al que alcanzó el PCE de Santiago Carrillo en las elecciones de 1979, aunque los comunistas consiguieran entonces 23 actas. El potencial electoral de los comunistas y sus diminutos satélites no daba para más surfeando incluso sobre los mefíticos escándalos que sacudieron los últimos años del felipismo. Para mí IU, el penúltimo intento de la izquierda comunista y poscomunista para no caer en la irrelevancia electoral, fue más o menos un descubrimiento epistemológico: esa, efectivamente, era la izquierda nutrida por el leninismo y el imaginario soviético, y en eso, efectivamente, Anguita tenía toda la razón. Cuba, por ejemplo, no podía excusarse como un experimento de liberación que salió mal: Cuba era verdaderamente comunista, porque la aplicación de las tesis comunistas derivaba, inevitablemente, en la militarización de la sociedad, las cartillas de racionamiento, la desaparición de las libertades públicas y la eternización de una oligarquía sustentada en la opresión, la violencia y una apabullante aparato de propaganda. Conviene leer las crueles reflexiones de Pablo Iglesias entre 2010 y 2011 sobre el fracaso de IU, en la que trabajó fugazmente de asesor: "Ustedes están enamorados románticamente de la derrota".

Anguita estaba convencido de que en la derrota frente al Mal brillaba una dignidad de la que carecía el éxito, siempre sospechoso, siempre ruin y pequeño burgués. En la realidad lo más importante no era el programa, programa, programa, sino sus corajudas y gratificantes convicciones morales, que a partir de cierto momento ya no cabían en ningún partido. "Tiene la egomanía de un mal educado y la desarmante grosería de un niño mimado", escribió Manuel Vázquez Montalbán, quien muy raramente censuraba a un camarada. Aunque su habilidad política era innegable, curtido en miles de batallas aparatistas, más que un dirigente político era un orador y más que un orador un profeta permanentemente airado y con menos dudas que un horno de arcilla. Era capaz de afearle la conducta a los que le admiraban porque era a la vez un perdedor, un pozo de indignación y un hombre honrado, pero nunca le votaron. Él, que siempre lo tuvo casi todo claro, fue víctima de ese malentendido: puedes respetar a un comunista sin necesidad de votarle. Al final se dejaba visitar y piropear como las señoras mayores que han amado mucho o que siempre, secretamente, han estado solas.