Se lee de todo estos días. Y de las lecturas se extraen, más que nunca, conclusiones contrapuestas sobre lo que va a ser el nuevo gran escenario de nuestras vidas. El pequeño ya lo sufrimos. Dejando a un lado las teorías apocalípticas de que estamos ante el principio del fin, nos encontramos con otras más fundadas de que el mundo se enfrenta a una gran recesión económica y al mismo sentimiento que en el siglo pasado alimentó el nacionalismo. La incertidumbre que siembra el virus aprieta y el 75º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, unido al auge populista, empujan a conjeturas que, en otro tiempo no demasiado remoto, hubiéramos descartado. Ahora, en cambio, no. Se extiende la opinión de que estamos viviendo el ensayo general de una crisis todavía más grave. Tenemos también la versión mucho más confiada y esperanzadora de Ursula von der Leyden que sostiene que la Unión Europea saldrá fortalecida de esta emergencia sacando provecho de las lecciones de Robert Schuman, aunque en la clase política no parece haber nadie de esa estirpe.

Sería bueno que la UE de las democracias liberales, con las debidas correcciones para lograr una Europa más justa y menos egoísta, saliese reforzada y mostrase su mejor cara ante las dificultades, ofreciendo las dosis oportunas de coraje, buena vecindad y solidaridad, como sucedió tras la derrota del nazismo. Pero el pasado nos enseña, igualmente, cómo se tienden las peores emboscadas; un pesimista no deja de ser un optimista curado por la Historia. El ideal es una Europa sin fronteras frente a los que las quieren imponer por razones identitarias y xenófobas buscando pescar en el río revuelto: la catástrofe sanitaria y económica, y el miedo. El miedo es el carburante que mueve los más bajos instintos como se ha demostrado tantas veces anteriormente. Los ciudadanos hipnotizados como en "El mundo feliz", que contaba Huxley, no son los idóneos para combatirlo.