Todo esto es muy loco. Como esas pesadillas desasosegantes que parecen una broma pero cuyo final feliz tiene como conclusión tu cabeza clavada en una pica. He escuchado al presidente del Cabildo de Gran Canaria, Antonio Morales, garantizar que las islas pueden convertirse en los próximos meses en "un destino turístico seguro" y casi sin solución de continuidad advertir que en breve las corporaciones locales se quedarán sin un euro para mantener los servicios municipales e incluso pagar las nóminas de los funcionarios. No elijo al señor Morales porque sea original en esta esquizofrenia sino, por el contrario, porque es muy representativo. En esta fantasía la pandemia es una dolorosa herida, un engorro, una suprema molestia, pero en definitiva algo manejable: podremos convivir indefinidamente con el coronavirus si llevamos mascarilla y nos lavamos concienzudamente las manos, a ser posible con jabón Lagarto. Llegarán alemanes e ingleses sanos como manzanas, les tomaremos en el aeropuerto la temperatura rectal, se bañarán en las playas y se emborracharán en los bares siguiendo normas de distanciamiento social y los despediremos con el souvenir de una mascarilla de hoja de platanera. Mientras tanto invertiremos en nanotecnología, energías renovables y nísperos y leche de cabra para alcanzar la soberanía alimentaria. Esta utopía portátil y de emergencia, una tranquilizadora chafarmejada entre Juan Antonio Suances y Steve Jobs, es uno de ingredientes de la fantasía narrativa de la clase política canaria y más específicamente (como es obvio) de los que actualmente gestionan los asuntos públicos. Su función no es mentir, no es engañar, no es estafar, sino encontrar un relato que nos permita eludir la puñetera realidad. Lo que nos amenaza, lo que está reventando las costuras sociales, el desempleo y el miedo, la incertidumbre que nos llena los pulmones, el resto que no puede asumirse: eso es lo real y eso es lo que debe evitarse en los discursos públicos por quienes compiten en el mercado electoral.

Todos queremos volver a la normalidad, es decir, a lo que hacíamos antes: cuando tomar un cortado era un trámite automático, no un placer dionisiaco. "No quiere volver a la nueva normalidad, quiero la normalidad de siempre" ha dicho Rafael Nadal después de un ratito dedicado a la ontología. Lo que ocurre es que la normalidad de antes es en una parte sustancial, lo que impide cualquier normalidad satisfactoria ahora. Deseamos coger un avión como hace tres meses, pero precisamente la universalización de la aviación comercial es lo que hizo posible que un virus que hace medio siglo no hubiera salido de una remota provincia china comenzara a propagarse en Europa en pocas semanas. Las aglomeraciones de los últimos días, los bares repletos con terrazas petadas de clientes, los corredores y los ciclistas sin mascarilla, los nietos besando a las abuelas, las fiestas privadas en apartamentos hasta el amanecer, las bandadas de adolescentes surcando la noche entre risas. Ocurre que, pese al miedo, pese a los 27.000 muertos y los aplausos y eslóganes, nos creemos aproximadamente inmortales. Ocurre que nos hemos olvidado del todo que "somos interdependientes dentro de una biosfera donde cada ser vivo está conectado con todo lo demás", como escribe Jorge Riechmann. Ocurre que el individualismo más estúpido y desalmado está dispuesto a tomarse siempre la libertad de no tener libertad propia, sino costumbres mostrencas y adicciones estúpidas, y no respetar la libertad ajena. Muy loco.