En un artículo sobre el caso del Portugal en la pandemia se desliza una comparación entre el país vecino y algunas comunidades españolas. Canarias y Murcia tienen mejores datos epidemiológicos que Portugal, por ejemplo, pero en este punto un caballero entrevistado, Jesús Molina, miembro de la Sociedad Española de Medicina Preventiva, Salud Pública e Higiene, puntualiza peligrosamente: "No es que estas regiones hayan hecho nada especialmente bien con respecto a las demás, simplemente, la cuarentena empezó cuando aún había poca incidencia". Le aconsejo prudencia, don Jesús. Aquí, en las ínsulas baratarias, consideramos que nuestros datos epistemológicos son una hazaña colectiva ganada con muchas horas de culo en el sofá, la mitad de la oferta de Neflixt y el trabajo denodado de las pizzerías locales. Es una gesta de la que debemos estar legítimamente orgullosos porque pocas cosas encajan mejor en nuestro espíritu de sacrificio que encerrarse y quedarse paralizados en una inmovilidad mineral. En el pasado nos deslomamos por varios continentes, hicimos fortunas y multiplicamos familias, fundamos ciudades. Hoy, en cambio, sabemos estarnos perfectamente quietos.

Ayer hice un postrer paseo con el perro al anochecer. Recuerdo una tarde inolvidable y sin duda ya olvidada en Time Square: había menos gente bullendo que por la avenida Anaga. Durante unos minutos el chucho pareció aterrado. Por supuesto, la mitad de los semovientes marchaban sin mascarilla. Un grupito de pibas sorbían latas de cocacolas y devoraban algo parecido a una pachanga. Estuve a punto de ser atropellado por varias bicicletas. Un antiguo compañero de estudios me detuvo y se empeñó en trasmitirme sus opiniones sobre Pedro Sánchez y Simón el Estilita del Ministerio de Sanidad: observé que, después de tantos años, seguía escupiendo al hablar. En un establecimiento supuestamente cerrado se servía café, bocadillos, chucherías y, más discretamente, tanganazos alcohólicos de variada graduación. Le pones cuatro kioscos, un murguero y un concejal de Fiestas a la escena y parecería la víspera de carnavales. Algunos policías observaban la situación y, de tarde en tarde, pedían a un grupo que se dispersara o solicitaban la documentación. Pero lo hacían como si estuvieran a punto de marcharse a sus casas o a homenajear a un compañero recientemente jubilado. Nadie parecía sentirse cohibido. "Nos lo merecemos", me resumió el antiguo compañero de juergas y aburrimientos universitarios. Servidor no entendía una palabra, como suele ocurrirme.

Regresé lentamente a casa. Antes, a las siete, los últimos aplausos habían sido muy pocos y apenas habían durado un minuto. Descubrí que la mayoría de los vecinos habían retirado la gran mayoría de carteles, banderas y luces de los balcones y ventanas, como se retira después de Reyes la decoración navideña. Alguien bajaba la basura y el vecino de tantas tardes de balconeo le saludó sonriendo, pero solo encontró como respuesta con un frío movimiento de cabeza. La nueva normalidad avanza hacia nosotros fría y brutal como un iceberg. En realidad es la normalidad de siempre, tan descuidada, prostituida, curiosa y miserable como siempre. Una elites desastrosas y acobardadas, un Gobierno lento, paliativo y muy sentimental, la miseria tocando a la puerta de todo aquel que no es funcionario o rentista patrimonial, unas administraciones sin ingresos, un pútrido camposanto de empresas y comercios y unas promesas tiernamente obscenas: lo de siempre. Nos lo merecemos.