Un grupo de jóvenes médicos intensitivistas, de los que de veras están en primera línea en el combate de la desgracia sanitaria que acosa al mundo, me decía este jueves que uno de los elementos más perjudiciales que tiene hoy la salud es el periodismo de lo falso, lo que se ha dado en llamar en inglés fake news.

Lo malo del asunto es que eso se sabe, por decirlo con palabras de viejo, desde que el mundo es mundo. Desde que el periodismo se consolidó como un oficio que se dedica a dar noticias se sabe que sólo se debe publicar aquello que está listo para ser impreso (o dicho, o televisado?) Para ello existen las simples reglas de la doble uve (la W, por el inicio de las cuestiones que, en inglés, se tienen como imprescindibles: quién, cómo, por qué, dónde, cuándo?)

Respondidas con honestidad todas esas cuestiones que desata cualquier suceso, de cualquier naturaleza, tendremos periodismo. Muy pronto se coló una nueva naturaleza a esa descripción ética del periodismo: la opinión. La opinión está al alcance de cualquiera, también de un periodista. Pero en su esencia, al tratarse de algo tan abierto y universal como lo que cada uno cree de lo que ocurre, no es periodismo. Es la enésima vez que escribo aquí esa clarividente definición que le escuché decir al maestro italiano Eugenio Scalfari ante un grupo de estudiantes de Periodismo: "Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente". Es evidente que la opinión no es algo que le pase a la gente, sino algo que a alguien, a mucha gente incluso, se le ocurre. Y ocurrencias tenemos todos, no sólo los periodistas.

Periodismo es, pues, el reflejo honesto, decente, de los hechos. La razón por la que en la gran mayoría de los periódicos del mundo la opinión está separada de la información (por el sitio y por el tono, que suele requerir el titular en cursiva) es porque se trata de recuadros invitados, no privativos esencialmente de los periodistas. Es aconsejable, en aras de la ética, que esas opiniones se basen en informaciones veraces, pero eso escapa en cierto modo al control de quienes dirigen los medios, ya que la libertad de expresión es tan amplia que permite que opinadores hábiles te metan gato por liebre, en función de sus intereses, profesionales, políticos o de cualquier tipo.

Desde hace mucho tiempo periodistas, bien informados o gandules, que en este oficio de todo hay, como en todos los oficios, se han acogido a su derecho a opinar. Y prosperan no sólo en los medios a los que sirven, sino que trasladan su derecho a decir lo que quieran en los distintos formatos que ahora tienen a su disposición. Así, en las numerosas tertulias de radio o televisión, en las redes sociales o en los medios tradicionales de papel y también en los llamados digitales, dan sus respetivos sermones. Esos sermones son, en casos tan relevantes que se notan como tales y se distinguen, parte de un sistema bien trabado de entendimiento de la realidad, merced a hechos que sustentan lo que se dice. Nada que objetar pero, con todo respeto, sí mucho que desconfiar.

Desgraciadamente esa no es la regla general. De modo que sedicentes periodistas se alzan de sus asientos dando por hecho que saben mucho acerca de lo que han investigado otros y que a ellos no les consta. Otros más atrevidos hacen acopio de arrogancia para dictar, desde tales púlpitos, opiniones sobre hechos que no dominan ni en parte ni en absoluto. En condiciones normales, apagas el televisor, la radio, o el ordenador o cierras el periódico. Lo que ocurre es que esas excrecencias del oficio se cuelan también por dos variantes espurias del periodismo, las llamadas redes sociales y los wasaps, y se cuelan en las casas como el virus del que ahora tanto hablamos para desgracia de la realidad de la vida.

Distingo los wasaps de las redes sociales porque éstas tienen carácter abierto, puedes acceder con un clic voluntario, si tienes una cuenta (yo la dejé hace poco, cuando alguien consideró oportuno llamarme canalla, adjetivo al que no creo haber opositado), mientras que el wasap depende más de tu voluntad privadísima que del azar de los encuentros de Twitter o Facebook. En cualquier caso, las redes sociales así consideradas se han hecho cama de numerosos detritus como si fueran reflejos del oficio del periodismo al que Scalfari quería sin adjetivos: periodista es gente? etcétera. En épocas de cierta relajación de la vida eso tiene peligro, pero no amenaza a la sociedad tanto como lo hace en tiempos como estos que ahora vivimos. La falsedad, el rumor, la campaña de amenazas contra científicos u otros profesionales, cuyo trabajo se pone en ridículo o se ataca sin motivo ni razón, y sin información, está dañando gravemente la lucha sanitaria en España y en el mundo. No sólo son aquellos que se llaman a sí mismos periodistas los que usan esos instrumentos para sus propias campañas; a veces son políticos o miembros de gobiernos (también sus presidentes) los que consideran lícito alentar campañas que tergiversan la realidad para obtener por ello réditos electorales o económicos.

El resultado que alcanzan atañe también, es lo que me decían aquellos jóvenes médicos, al normal desarrollo de la lucha sanitaria. Porque quieren reconducir la gestión de la salud en función de sus diversos intereses. Y con la salud no se juega. Por eso tengo la convicción de que el mal periodismo (o lo que se llama periodismo sin serlo) es malísimo para la salud, en todos los múltiples sentidos de la palabra malísimo y con el respeto inmenso que se le debe a la salud.