Este prolongado confinamiento ejerce un poderoso influjo sobre mi memoria. Determinadas situaciones provocadas por la pandemia me invitan a recordar cuestiones que en otro momento me llenaron de perplejidad. Hace no muchos años leí en una publicación de fin de semana que ya estaban en la senda de la comercialización las "pastillas para ser mejor persona". Tal cual. Así lo creía, al menos, un grupo creciente de científicos y filósofos que planteaban una tesis revolucionaria: el futuro de la Humanidad pasa por sintetizar drogas que nos ayuden a tal fin. Se afirmaba en el citado reportaje que primero fue el dopaje deportivo, para mejorar el rendimiento físico. Luego llegó el dopaje cognitivo, para aumentar la eficacia en el trabajo y los estudios. Y, finalmente, la siguiente frontera sería el dopaje moral, a cargo de fármacos que nos volverían más pacientes, tolerantes y empáticos.

Dichos expertos defendían (seguramente, lo seguirán haciendo) que no se trataba de ciencia-ficción, sino de una realidad tangible. De hecho, ya existen numerosos compuestos que afectan a nuestra toma de decisiones de tipo ético (antidepresivos, anfetaminas, hormonas?) y utilizamos tales sustancias con una precisión cada vez superior. El ejemplo más diáfano de las bondades de estos tratamientos se personifica en los psicópatas. Su trastorno es tan fácil de describir como peligroso para la sociedad. Son incapaces de empatizar con sus semejantes, pero los experimentos con técnicas como la estimulación cerebral indican que su déficit se va paliando con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con quienes, por ejemplo, sufren ataques de ira y cometen acciones de las que luego se arrepienten.

En realidad, no se trata de un fenómeno tan nuevo como pudiera parecer. Ni siquiera es preciso imaginar escenarios tan extremos. El caso más evidente es la castración química de delincuentes sexuales a cambio de una reducción de su condena. Mediante inyecciones de fármacos que reducen su libido, consiguen controlar la conducta reprobable de abusar de sus semejantes. También se dan casos ajenos al ámbito penal, como el de los niños que padecen trastornos de atención, a los que las pastillas, además de tratar su enfermedad, mejoran su comportamiento. En todo caso, ese pretendido dopaje moral camina con lentitud y los investigadores coinciden en indicar que un medicamento así es una utopía. Ni los más visionarios creen factible sintetizar un compuesto que anule por completo la inmoralidad, aunque sí existirán drogas que ayudarán a controlar los instintos más innobles.

Pienso en este punto, por ejemplo, en esa denominada "policía de balcón", tan de moda por mor de la reciente reclusión domiciliaria. Debido, supuestamente, a la presión generada por la cuarentena, se han cometido abusos y vertido acusaciones anónimas en base a la duración del paseo de las mascotas o a la movilidad de los profesionales de la Sanidad, generando a mi juicio una insana atmósfera de suspicacia. Afirman los protagonistas de tan siniestro comportamiento que ellos tan sólo se conducen por el bien común. Sin embargo, a mí me da la sensación de que albergan a un juez en su seno, por no decir a un inquisidor.

La cuestión es calibrar si, cuando una sustancia altera la capacidad para tomar decisiones, se sigue siendo libre. Sus defensores no lo dudan. No comprenden tanto escrúpulo. Afirman que hace a los individuos todavía más libres y que, en vez de ser presas de sus instintos, cuentan con mayor margen para comportarse de acuerdo a los valores. Por contra, otros critican que la gragea les ahorre el esfuerzo cotidiano de actuar éticamente.

En lo que todos están de acuerdo es en reconocer los incalculables efectos secundarios de una medicación tan compleja. Todo pasaría por garantizar la voluntariedad de su uso y, más aún, por admitir que nunca existirá una pastilla que transforme a los seres humanos en santos. Y es que hay instintos que ningún compuesto químico, por avanzado que sea, logrará derrotar jamás.