Uno de los recursos didácticos que, por su poder motivador, suelo utilizar en mis clases de Lengua Española es el de ilustrar con ejemplos reales las dudas que se les plantean a los alumnos sobre cuestiones relacionadas con cualquiera de los niveles lingüísticos: fónico (ortográfico u ortológico), morfosintáctico o léxico. He observado, además, que el interés del estudiante aumenta si el texto elegido es actual y si el emisor es persona relevante en la actividad que desempeña: literatura, política, deporte, enseñanza, espectáculo? Así, por ejemplo, para explicar los rasgos de pronunciación de nuestra modalidad dialectal, nada mejor que utilizar textos emitidos por locutores conocidos de radio y televisión regionales; y para reconocer y familiarizarse con diferentes acentos de los distintos dialectos del español europeo -meridionales y septentrionales- es muy útil escuchar (en directo o en grabaciones) algunas sesiones del Congreso nacional. Modelos de redacción encontramos en artículos de profesionales de la comunicación, cuyo valor literario es, en ocasiones, innegable.

Confieso que este recurso metodológico, que me compromete a llevar al aula ejemplos reales y recientes, me ha puesto en no pocos apuros, pues obliga a dar respuesta inmediata y convincente a problemas y preguntas sobre la lengua en las que, a veces, no había reparado; aunque siempre hay recursos para eludir el brete y, que, aseguro, constituyen una buena y recomendable solución didáctica: se trata de confesar a los alumnos que el profesor necesita pensar detenidamente la cuestión y es preciso posponer la respuesta para una clase posterior. Lección de humildad intelectual que también viene muy bien, sobre todo en estos momentos en los que tanto abundan los dogmatismos que exponen a los jóvenes ciudadanos a las engañosas certezas (¿fake news?) de los influyentes (¿influencers?) de todo pelaje que pululan en el vasto territorio de las redes sociales. Es, por supuesto, una propuesta que puede seguirse en cualquier materia, aunque en el caso del aprendizaje lingüístico es, quizás, más provechosa, puesto que tratamos con un objeto de estudio variado y cambiante.

Así como suena, [cónyugue], pronunciaba repetidamente el sustantivo cónyuge una diputada en sesiones parlamentarias durante la tramitación de una ley, error de pronunciación (a veces, también ortográfico) en el que se sigue incurriendo. Bajo la forma "*espúreo" aparece, dicho y escrito, el adjetivo espurio ('falso', 'bastardo') en contextos y entornos jurídicos, donde la voz tiene una frecuencia de uso más elevada; errores paradójicos, pues se producen en las circunstancias de menor justificación, y este valor anecdótico puede conllevar un efecto didáctico positivo, como ya lo tengo comprobado. Por eso, también, suelo ilustrar los casos tan frecuentes de "queísmos", que se cometen por huir del dequeísmo ("*no se dio cuenta que", en vez de "no se dio cuenta de que"), con textos de un reconocido premio nobel. Ejemplos que no solo sirven para prevenirnos del error, sino para que tengamos en cuenta que en estos asuntos de la lengua nadie es infalible: "el que tiene boca se equivoca" (y, por supuesto, el que escribe), reza el refrán popular; riesgos que no deben rebajar nuestro nivel de exigencia. Y para hacerlo bien son pocos todos los recursos de que podamos valernos. El primero, desde luego, la lectura; y, por supuesto, la consulta de gramáticas y diccionarios; e, incluso, aprovecharnos, como proponemos, de las experiencias lingüísticas ajenas.

Yo no hubiera perdido la oportunidad de reproducir los recientes laísmos de un ministro del actual Gobierno ("Señora diputada, con mi sugerencia solo quiero *hacerla un favor"); o el "*preveen", en lugar de prevén, también ministerial, en un contexto en el que se anticipan medidas relacionadas con la finalización de la cuarentena. Habría aprovechado lo dicho recientemente por un conocido político ("Ladran, luego cabalgamos, como decía don Quijote"), para recomendar a mis alumnos -futuros periodistas- que no hicieran uso de citas sin cerciorarse de su autoría, pues delata la falta de cultura del orador, que ignoraba en este caso que la sentencia no aparece en la celebrada obra de Cervantes. Por eso no entiendo el malestar que ha causado en un sector del Partido Popular, por el hecho de que en un programa educativo de televisión se utilizara una frase de Mariano Rajoy ("Cuanto peor, mejor para todos. Y cuanto peor para todos, mejor") para ilustrar la ausencia de la propiedad textual de la coherencia, propiedad que se refiere a las relaciones de solidaridad que han de mantener los enunciados de un texto para que sea inteligible, y que, junto a la cohesión, que los relacionan desde el punto de vista léxico y gramatical, hacen del texto una unidad perfectamente reconocible e interpretable.

A esta propiedad lingüística se refería, sin duda, el profesor de la tele, y no a una falta de lógica en el proceder personal del expresidente. Además, atentados a estos principios se producen con frecuencia en la conversación espontánea fruto de involuntarios deslices: por el nombre de lapsus linguae se conocen, si se dan en la lengua hablada; lapsus calami, en la escrita. El propio Rajoy había comentado con aguda ironía este lapsus en una entrevista televisiva, y confesó que no le molestaban las bromas al respecto: "Cuando hablas mucho -dijo-- tienes más posibilidades de equivocarte". El alarmismo de quienes quisieron aprovechar la anécdota para rentabilizarla políticamente contribuyó, por fortuna, a despertar el interés por esta positiva característica que, en esta ocasión, se refiere a la lengua.

Menos afortunada sí estuvo la portavoz del mismo partido en el Congreso cuando al ser preguntada por si le parecía reprobable la actitud del anterior presidente al haberse saltado, presuntamente, la orden de confinamiento [sic], respondió: "Me pasa con este asunto como con el chiste del perro, cuanto más padezco a este Gobierno, más admiro a Mariano Rajoy Brey". Pero ante la insistencia de otra periodista, que no acabó de entender la extemporánea respuesta, volvió a lo mismo: "Repito lo que opino, como el chiste del perro. Cuanto más padezco a este Gobierno, más admiro a Mariano Rajoy Brey".

En este caso no solo faltó a la propiedad de la coherencia textual sino que lo hizo además contra el pragmático principio de cooperación, según el cual en todo intercambio comunicativo se espera un determinado comportamiento en los interlocutores, como consecuencia de un acuerdo de colaboración en la tarea de comunicarse. En este caso, es evidente que no se cumple con la "máxima de cantidad" (no se contribuye a lo requerido informativamente), y no se procura la claridad de expresión. Lo del perro ni es chiste ni viene a cuento, pero, por si acaso, uno indaga sobre el origen y significado de la reiterada expresión, que hemos de suponer que se refiere a la frase "mientras más conozco al hombre más quiero a mi perro", de controvertida interpretación y atribuible, entre otros, al poeta Lord Byron.

Y es que en las intervenciones de los políticos no es la falta de coherencia lo más censurable ni frecuente, pues, sus parlamentos, aunque se manifiesten oralmente, suelen llevarse escritos (sorprendentemente, las preguntas y sus réplicas), y expresan muy bien lo que quieren decir, aunque no tanto lo que deberían decir; el principal defecto es, sin duda, la total negación del principio de cooperación.

La diferencia entre la comisión entre una y otra faltas atentatorias a los requerimientos más elementales de la oratoria es que mientras que la ausencia de coherencia puede obedecer a un involuntario descuido, la falta al principio de cooperación suele ser un acto voluntario con una clara finalidad obstruccionista.

El lector podrá extraer las conclusiones pertinentes sobre la buena o mala disposición o talante de quien en el ejercicio de una actividad de tan importante repercusión como la política incurre en falta a este principio de cooperación.

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de La Laguna