Casi todos los vicios, y muchas de las virtudes, se descubren entre la infancia y la adolescencia. Todo lo que viene luego es aprendizaje obligatorio. El vicio del que tengo más constancia, entre los que adquirí en los primeros años, fue el vicio de la envidia. Lo descubrí viendo comprar libros en las librerías de mi pueblo, el Puerto de la Cruz, en Tenerife. Era un vicio venial, naturalmente, pero era un vicio. Iba a esas librerías, una al lado del mar y del salitre, y otra al borde de la plaza, cerca de la barbería y de la agencia de los coches Ford. A ambas acudían puntualmente veteranos y veteranas que pedían ejemplares (una señora, muy enlutada, pedía siempre clásicos, y una vez pidió lo último de Lope de Vega) que ojeaban con detenimiento, para escoger, y al fin se llevaban este o aquel (aquella señora, naturalmente, se llevó su ejemplar de Lope de Vega). Había muy pocos jóvenes que compraran libros, entre ellos yo mismo, pero sí los había que miraban los escaparates, entre ellos Julio Pérez Hernández, que entonces era un muchacho y hoy es un alto cargo del Gobierno de Canarias, ocupado, además, de la salud, entre otras carteras. Entonces imaginé yo, y en eso acerté, que sería un buen lector, aun en pantalón corto y mirando escaparates de las librerías.

Esa envidia de los que compraban libros venía, naturalmente, de que no podía comprarlos, por razones que ahora serían pesadas de contar. Lo cierto es que entonces se desarrolló mi pasión por la lectura? como una aspiración que cumpliría alguna vez en el futuro. Lo conseguí pronto, en la hermosa y añorada biblioteca del Instituto de Estudios Hispánicos de mi pueblo, donde me prestaron muy pronto un libro de Charles Dickens, otro de Julio Verne y un breviario del padre Coloma. Esa fue la iniciación de la lectura propiamente dicha. Pero antes de llegar a ese placer tan duradero pasé por una pasión secreta que los libreros al principio me toleraban y luego desarrollaban ellos mismos: la pasión por tocar los libros.

Me inicié en la librería que, junto al mar, tenía don Eladio Santaella, benefactor local que además me ayudó en mis aficiones futbolísticas. Allí tenían la manía de guardar los libros en estanterías cerradas, de modo que sólo se podían ver, o intuir, a través del cristal? Eso los hacía más apetitosos. Tanto debí mirarlos a través de esos espejos benévolos que un día el librero, Manolo, a quien veo a veces corriendo por las veredas de mi pueblo, me preguntó si querría algún libro en concreto. Le dije que sí, pero que no podría comprarlo. Sacó el libro que le señalé, Javier Mariño, de Gonzalo Torrente Ballester, y me lo puso sobre el mostrador. Estaba forrado con lujo, quizá con piel repujada, y yo lo acaricié como si fuera el lomo de un animal manso. Los interiores tenían una letra destacada, lujosa, fácil de leer, como si la tocara. Debió verme Manolo tanto placer en el ejercicio de ver y tocar el libro que cada vez que iba a visitar la librería disponía ante mi ediciones que él considerara interesantes de tocar.

Pasó algún tiempo en que ya pude comprar libros, pero siempre fui a las librerías, a tocar, a leer y a comprar. Nunca he abandonado, pues, el gusto por tocar los libros, como si fuera un aprendizaje especial entre todos los que adquirí en los años en que aparece el peligro y la alegría de saber. Estos días, que ya parecen un siglo, se habla mucho del cierre de las librerías, de la ansiedad que tienen los ciudadanos confinados por volver a comprar libros, estuve hablando con Edmund de Waal, un importante escritor inglés que es, además, ceramista de muy primera fila. Como ceramista, sobre todo, ha pasado su vida pendiente del tacto de los objetos; en realidad, me decía, su vida ha estado marcada por el tacto, por hacer que la gente tocara sus obras y, sobre todo, por tocar él mismo todo aquello que le transmitiera la vida, el pensamiento, la existencia, el calor de los otros. En efecto, esta pandemia nos llevado a sentir que tocar es peligroso, y lo primero que prohibieron como contagioso fue el tacto, estar con otros demasiado cerca, alejarnos de las superficies y, sobre todo, de todo aquello que ya ha sido tocado por las manos ajenas.

Ahora las librerías están cerradas. Ese es un mal mayor para la cultura de leer, valga la redundancia; han buscado modos de surtir de libros a los más apasionados que los buscan por teléfono o por internet, y yo mismo he llamado a las librerías habitables para pedir que me enviaran, por taxi, algunos libros que necesitaba perentoriamente leer. Pero no es lo mismo, no hay placer mayor, para un lector habituado desde niño a tocar los libros, aunque no pudiera comprarlos, que ir a las librerías para pesarlos, para quererlos, para sentir que sus letras tenían historias escritas para mi. Rilke decía que a los libros había que amarlos, y para amarlos hay que tocarlos naciendo, y donde de veras nacen los libros es en las benditas librerías.