En las medidas adoptadas por el Gobierno de España para recuperar paulatinamente la normalidad desde este fin de semana hay más de improvisación que de plan seriamente meditado, discutido y consensuado. Pero mejor, por fin, contar con un horizonte al que aferrarse, aunque sea confuso y apresurado, que carecer de alternativa al confinamiento indiscriminado.

Los ciudadanos empezaban a hartarse por el agotamiento de la reclusión y por la ausencia de expectativas. La sociedad no puede renunciar indefinidamente a sus derechos y libertades. Lo primero sigue siendo la salud. Las UCI y los hospitales han superado la saturación y empiezan a replegar efectivos. Se puede dar el paso. Ahora procede evitar otro colapso, el de una economía con perspectivas terribles a corto y medio plazo.

España aborda el inicio del desconfinamiento, en general, de forma tan confusa como afrontó hace dos meses el combate sanitario contra el Covid-19. Seguimos fiándolo, sobre todo, a un ejercicio de ensayo y error. Lo esencial es evitar pasos atrás y un rebrote, porque la economía no funcionará si el pilar de la salud falla. A nadie a estas alturas se le escapa, y más comprobando a diario la nebulosa en la que se desenvuelve el Gobierno, que no existen garantías plenas de lograr una vuelta segura a las calles. Pero, pese a todo, los datos y el contexto avalan iniciarlo.

En ese pese a todo se incluye que es una decisión tomada con información incompleta y, en algunos casos, hasta defectuosa. Las cifras oficiales de afectados y víctimas no concuerdan con las reales, algo que ya nadie discute. La velocidad de detección y control de contagios sigue siendo, tanto tiempo después, un gran hándicap. Aún no se han realizado test masivos para valorar por dónde y cómo retornar a la actividad sin riesgos. Se batalla más en las estadísticas que en luchar por generalizarlos. El Ministerio de Sanidad convirtió el estudio serológico para determinar el número de infectados en un desconcierto más, sin tubos para recoger las muestras y sin especificar el teléfono de las personas a llamar para la encuesta.

Son medidas que parecen, una vez más, precipitadas. Probablemente para evitar quedarse atrás con respecto a otros países y para sortear la creciente presión de los gobiernos autonómicos. Y han sido mal acogidas por amplios sectores. Para los comerciantes y, sobre todo, los hosteleros en general abrir con las limitaciones impuestas les aboca a un escenario de rentabilidad inviable. Es cierto que ponerse en movimiento otra vez no resulta sencillo. Con una gestión buena de la crisis y mejores decisiones, el instante del salto habría recibido igualmente críticas por el arraigado clima de desconfianza hacia los políticos y porque ante una situación tan excepcional carecemos de certezas. Pero habrían sido menos generalizadas e intensas.

Convendría ahora aterrizar con un poco de realismo estos propósitos y abordar lo eludido al diseñarlos: escuchar a los afectados, considerar su criterio, rodearse del mayor número posible de personas que sepan lo que traen entre manos, minimizar las incógnitas y evitar subterfugios en la letra pequeña.

Los viejos problemas económicos, que siguen ahí, se verán ahora agigantados. Basta un vistazo a las cifras que el Gobierno de España ha puesto al derrumbe económico que supondrá esta crisis, recogidas en el Plan de Estabilidad remitido el viernes a Bruselas: el PIB caerá este año un 9,2%, el mayor desplome en un siglo, y se destruirán dos millones de empleos; la deuda y el déficit se dispararán, y la recuperación tardará dos años en llegar, en el mejor de los casos.

La llamada desescalada debe tener muy presente, como decimos, el control de la pandemia, faltaría más. Pero si la visión no va más allá, la otra pandemia, la económica, nos devorará. Transformar es más que una oportunidad, es una obligación ineludible. Un mercado laboral disfuncional y precario y un modelo productivo endeble, fuertemente precarizado y dependiente en exceso del turismo, mantienen sus ineficiencias. La fragilidad del Estado y la ausencia de resortes para amortiguar dificultades como esta han quedado otra vez en evidencia.

Con impuestos similares a los de Suecia, el Fisco recauda lo mismo que Bulgaria. Ni se redistribuye bien ni se gasta con tino. La colosal deuda merma el margen de maniobra de unos presupuestos ya de por sí limitados por el consumo de las partidas fijas e improductivas. Las ayudas no llegan como debieran a particulares y empresarios por falta de recursos y porque una burocracia insostenible las enreda. Transformaciones que llevan años pendientes de abordar resultan ahora perentorias. ¿Para cuándo, por ejemplo, la reforma de las administraciones, su plena y eficiente digitalización? ¿Acaso cabe imaginar un escenario más propicio para acometerla? O asumimos retos como ese o una generación de jóvenes va a quedar marcada por el golpe consecutivo de dos terremotos: la Gran Recesión y la Gran Reclusión.

En la hoja de ruta de la "nueva normalidad" debería figurar la superación de lastres estructurales como estos, que debilitan el país desde hace 50 años. Si en vez de corregir con humildad y sacrificios las carencias, los esfuerzos se consagran a llorar ante la UE por los ingentes fondos con que reponernos, que también, a entronizar falazmente lo público y a sacar de la chistera perpetuas rentas clientelares nada habremos aprendido de este severísimo castigo. De esa determinación transformadora depende que acabemos bastante peor que cuando desconocíamos el coronavirus o que demos un salto al futuro.