Somos personas, no somos estadísticas. Los muertos no son una cifra, sino seres con nombre y apellidos. Los viejos son población de riesgo. Los niños, un segmento al que se permite salir a la calle una hora al día. Médicos, enfermeras y auxiliares son los sanitarios, un colectivo que se está dejando la piel, como si los colectivos tuvieran piel. Los hosteleros son un sector con un futuro muy incierto. Los transportistas y los dependientes de supermercado forman parte de los servicios esenciales. El presidente y sus ministros son el mando único. Los políticos son la clase dirigente. Los confinados somos el resto de la ciudadanía. En la lucha contra este desalmado virus, nos estamos diluyendo. Lo individual se pierde en lo colectivo. Parece imprescindible que sea así, que esta es la única forma de luchar contra la enfermedad. Lo ha dejado muy claro Alfonso Raffin del Riego, miembro de un grupo de cincuenta científicos que pretenden contagiarse para estudiar la enfermedad. No son unos kamikazes y su iniciativa tiene toda la lógica. Raffin se lamentaba de que España no haya recurrido a los veterinarios en esta epidemia -de origen animal- como lo han hecho otros países como Alemania. "A diferencia de los médicos -argumenta-, tratamos muchas enfermedades desde el punto de vista del grupo, no tanto del individuo". A eso se le llama "salud del rebaño". Y el rebaño está enfermo. Las personas hemos de volver a nuestra animalidad gregaria. Nos enfrentaremos así a un mal, que no es ni del alma ni del intelecto, sino del cuerpo, de la carne, que no es diferente a la de los bichos pues también somos bichos. La cura parece que vendrá gracias a lo que se ha dado en llamar "la inmunidad del rebaño", también denominada más finamente inmunidad colectiva o de grupo. Estaremos protegidos cuando tengamos el número suficiente de individuos a salvo de la infección. Entonces, según los expertos, ese colectivo actuará como cortafuegos para que el virus no llegue a los que carecen de defensas. Desde la ignorancia científica, el procedimiento recuerda a la vieja máxima que el canciller Adenauer repetía con sorna: "El método infalible para calmar un tigre es dejar que te devore". El primer ministro británico, Boris Johnson, ya intentó calmar al tigre dejándose devorar y fracasó. Los analistas consideran que fracasó porque lo hizo "a lo bestia" y no de una forma organizada. Cuando se dio cuenta del error y tomó medidas contundentes, el número de casos y muertes ya había colocado al país entre los más azotados del mundo. Para que el rebaño esté inmunizado es necesario que el 70 por ciento de sus unidades -nosotros- esté protegido. El proceso es lento y mientras tanto sólo queda el confinamiento. Es decir, que el rebaño se quede en el redil, en casa, con excepciones muy contadas para tomar el aire. Pero el confinamiento tiene muchas contraindicaciones: obesidad, hipertensión, problemas psicológicos e incluso psiquiátricos y, por si fuera poco, económicos; un rebaño confinado -por más que teletrabaje- no produce. Esa situación de confinamiento nos va uniformando cada vez más. Todos llevamos la misma vida con pequeñas alternativas: salida rápida al supermercado, compra por Amazon, limpieza exhaustiva, gimnasia con Youtube, lectura de "La peste" de Camus, cocinar bizcochos, escucha crítica de las alocuciones del presidente, series de Netflix o HBO, enredar en las redes sociales, aplaudir a las ocho, golpear las caceroladas a las nueve y a la cama pensando en cuando abrirán los bares. No puede haber una vida más uniforme para el rebaño. La lista de quehaceres para cuando esto pase es interminable. Tenemos pendientes asuntos de la máxima urgencia, prioritarios para nuestra salud y nuestra economía. Pero, cuando llegue el día, deberíamos dejar un rato para aprender a vivir fuera del colectivo, del rebaño, para ser algo más que una cifra del big data y recuperar al individuo. Decía Gracián que "el hombre redímese de bestia cultivándose." Como las plantas, no como los animales. Puede ser un buen principio.